Opinión

Poder sin herencia

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Cada fin de año aparece la lista del Top 100 Mujeres Líderes en España y cada año experimento la misma reacción, una mezcla de cansancio y extrañeza. En ocasiones yo misma figuro en ellas. Debería sentir orgullo, alivio, incluso entusiasmo. Pero no. Lo que siento es distancia. No porque niegue el mérito de quienes están ahí —al contrario—, sino porque no reconozco esa foto, y empiezo a sospechar que ese es precisamente el problema.

Estas listas no hablan de “las mujeres”. Hablan de un tipo muy concreto de mujer: la que ha sabido encajar, resistir, adaptarse y, sobre todo, no quebrar nada esencial. No representan un mapa del poder femenino, sino un escaparate muy pulido de lo que el sistema está dispuesto a llamar liderazgo cuando el liderazgo lo ejerce una mujer.

Cuando leo los nombres, no veo una red, ni una genealogía, ni una continuidad. Veo trayectorias solitarias, carreras de fondo sin relevo, mujeres que han llegado una a una, que han pagado precios distintos, siempre muy altos. No hay una herencia. No se genera una transmisión. Cada historia empieza de cero, como si ninguna hubiera allanado el camino a la siguiente.

Pienso, por ejemplo, en Nadia Calviño. Su autoridad es incuestionable. Representa el poder económico real, el que se ejerce en despachos donde se decide el destino de millones, pero también encarna un tipo de liderazgo extremadamente vigilado: técnico, sobrio, casi despersonalizado. No hay margen para el error, ni para la contradicción, ni para el exceso. No porque ella no los tenga —es humana—, sino porque no se le permiten a una mujer en ese lugar.

Nadia Calviño, presidenta del BEI.
BEI

En el extremo opuesto aparece Ana Rosa Quintana, cuya influencia no se relaciona con lo institucional, pero resulta decisiva. Poder mediático puro. Capacidad diaria para legitimar discursos, marcar prioridades, señalar enemigos.

Las presencias de esta lista introducen una grieta incómoda: no todo liderazgo femenino es emancipador, no toda mujer poderosa mejora la vida de otras mujeres. El género no convierte automáticamente el poder en algo justo o deseable.

Y ahí comienza la incomodidad real. Estas listas tienden a confundir presencia con avance. Nos dicen: “mirad cuántas mujeres hay”, pero no nos preguntan qué hacen, a quién representan ni qué estructuras sostienen. Celebran la llegada, pero silencian el contexto. Aplauden el resultado sin analizar el marco.

Ana Rosa Quintana

Cuando miro estas listas, no veo reflejadas muchas de las formas de liderazgo que conozco: las mujeres que sostienen comunidades, las que piensan desde los márgenes, las que incomodan, las que no son rentables ni televisivas, las que no han aprendido a modular el tono para resultar aceptables. Esas casi nunca aparecen. Su liderazgo no es presentable.

El mensaje implícito es devastador: se puede llegar, sí, pero no de cualquier manera. Hay que ser brillante pero no furiosa, influyente pero no peligrosa, visible pero no excesiva. Hay que demostrar constantemente que se merece estar ahí. El fallo, el cansancio o la mediocridad —tan tolerados en hombres con poder— se mantienen como lujos prohibidos.

Por eso admiramos a estas mujeres, pero no generan imitación. No construyen un “nosotras”, sino una colección de “ella sí pudo”. Y eso, lejos de empoderar, aísla y convierte el liderazgo femenino en una hazaña individual, no en un cambio estructural.

Mi incomodidad nace de ahí: de sentir que esta lista puede que hable de mí pero no de muchas mujeres que conozco. No somos menos capaces, sino porque no han querido —o no han podido— pagar el precio exacto que exige ese escaparate. Y ese rechazo es, para muchas, una declaración de lucidez extrema.

Mujeres portan carteles feministas en una manifestación en Francia
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Leticia Fuentes

No digo que estas listas no sirvan. Sirven. Pero no como una ingenua celebración de logros. Sirven como diagnóstico. Nos muestran hasta dónde hemos llegado y, con la misma claridad, hasta dónde no. Nos recuerdan que el poder femenino en España sigue siendo excepcional, selectivo y profundamente condicionado.

El día que una lista así deje de parecernos necesaria —el día que no haga falta subrayar que son mujeres, ni contarlas, ni validarlas— ese día hablaremos de normalidad. Mientras tanto, prefiero mirar estas clasificaciones sin entusiasmo, con una pregunta incómoda en la boca: ¿este va a ser todo el poder que compartimos, esta vitrina bien iluminada donde caben una pocas muñecas? Y sobre todo:¿quién decide qué tipo de mujer merece mirarnos desde dentro del cristal?

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