Ya desde la Antigüedad se entendió que el poder reside en la historia que se cuenta. Un buen relato justifica guerras, limita derechos, convierte villanos en héroes — o viceversa— según le convenga. La verdad es poliédrica; por eso los relatos se elaboran desde un punto de vista y con una voz narradora capaces de producir el impacto emocional deseado. Es lo que les enseño a mis alumnos de escritura: la forma y el encuadre se construyen con un propósito. En la ficción, el lector o espectador hace un pacto con el autor. Sabemos que lo que leemos o vemos es inventado, pero si está bien contado lo vivimos como si fuera cierto. El cerebro no distingue tan fácilmente entre la verdad y la ilusión.
Bien pude experimentarlo esta semana en la exposición inmersiva de Cleopatra en la Nave 16 de Matadero de Madrid, donde proyecciones 360º, salas holográficas y un metaverso interactivo prometen revivir el legado de la última reina de Egipto. Inmersa en este metaverso por tierras del Nilo, con las gafas puestas, el suelo de un palacio o templo— no lo recuerdo ya— se esfumó bajo mis pies mientras unas losetas flotantes aparecían intermitentes a la espera de que me decidiera a avanzar por el abismo. Pero con mi vértigo de siempre me quedé inmóvil. Aunque la razón me repetía que estaba en una sala y nada podía pasarme. Entonces escuché la voz de una de las chicas del equipo que cuida de los visitantes. Le conté lo que me ocurría y me ofreció que me agarrase de su brazo para seguir adelante. “No se preocupe — dijo ante mi disculpa—, el cerebro cree que es real”.
Vivimos entre la ficción y la realidad, entre los relatos que nos contamos y los que nos cuentan y quieren que creamos. La visión más extendida que ha llegado hasta nosotros es la de Cleopatra como femme fatale, y acaso lo fuera. Pero también fue una mujer cultísima. Hablaba más doce idiomas, incluido el egipcio — aunque parezca extraño—. Su lengua materna era el griego, pertenecía a la dinastía ptolemaica, pero quiso aprender la lengua de su pueblo para acercarse a él y leer los jeroglíficos. Le habían salido los dientes en la Biblioteca de Alejandría, de modo que atesoraba conocimientos de medicina, astronomía y matemáticas, entre otros muchos, y escribió sobre algunos de ellos. Era una gran estratega política, diplomática y una mujer inteligente que se desenvolvió en un mundo de hombres. No sabemos con certeza si llegó a presencia de Julio César envuelta en una alfombra; lo que parece cierto es que le deslumbró encontrarse con una mujer muy distinta de la romana acostumbrada al poder doméstico. Cleopatra imponía una autoridad que, por su condición de mujer, no se le concedía por defecto.
No se trata de canonizar a Cleopatra ni de desmentirlo todo. Se trata de conocer sus distintas facetas. Roma —y en especial Octavio Augusto tras la batalla de Accio— difundió solo la de seductora oriental porque le interesaba más a su relato de poder que la de gobernante y estratega política.
La exposición invita a cambiar el foco. Cuando entendemos quién contó la historia y con qué interés, Cleopatra deja de ser solo el mito de la femme fatale que se enamora de Marco Antonio.


