Opinión

Turismo entre tumbas

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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El necroturismo, leo en un artículo del diario El País a raíz de un concurso de cementerios celebrado en España, es una manera de quitarles la losa de lo macabro. De momento y hasta que quizá se ponga de moda en las redes sociales, creo que no será un turismo de masas. Pero todo se andará. Si aparece una tumba o un rinconcito instagrameable, rápidamente se convertirá en un lugar de peregrinación cool.

Antes de saber del necroturismo, confieso que ya me gustaba esto de visitar cementerios y tumbas de ciertos personajes célebres, pero no solía contarlo. Es posible que mi gusto por los cementerios comenzase por la estética romántica de la escenografía del Tenorio, cuando asistía con mis padres, siendo una niña, a las representaciones del Teatro Español, en la noche de Todos los Santos. “Y solo en tiempos más puros los justos comprenderán que el amor salvó a don Juan al pie de la sepultura”.

Esa imagen de amor y muerte tiene mucho que ver con la literatura gótica y victoriana que consumiría años después. Empezando por los cuentos de Poe. La mayor belleza es la melancolía y nada hay más melancólico que la pérdida de una amante, joven y hermosa. Esto nos dice Poe en su Filosofía de la composición donde nos desgrana cómo escribió su poema más famoso: El cuervo.

Pero más allá de esta estética del romanticismo, de tumbas, nieblas y amaneceres que atraen y repelen a un tiempo — es territorio de vampiros—, la atracción por los cementerios yo la relacionaba hasta el momento con el fetichismo y la mitomanía. Recuerdo la primera vez que visité el cementerio parisino de Pere-Lechaise. No se lo pierdan la próxima vez que viajen a la ciudad de la luz.

Aún no hay colas para entrar, no se sacan las entradas por internet, ni hay más merchandaising que una foto que se hagan para el recuerdo. En él se encuentran las tumbas de unos pocos escritores y músicos de la talla mitómana de Oscar Wilde, cuya tumba tiene besos de carmín, de Marcel Proust, Edith Piaf o Jim Morrison. Paseando entre sus tumbas con musgo, sus lápidas con grietas y estatuas de ángeles, se tiene la sensación de que los cementerios son más para los vivos que para los que en ellos reposan, para mirar a la muerte desde la belleza.

Otro hermoso es el de Viena, donde encontrarán tumbas como las de Salieri o Strauss. No, no busquen la de Mozart, porque fue enterrado en una fosa común. O el de la hermosa localidad mallorquina de Deia, en el que se encuentra la de Robert Graves. Hay un libro que compré hace ya bastantes años –el germen del necroturismo siempre ha estado ahí— que se llama Tumbas. De poetas y pensadores, del autor holandés Cees Nooteboom, con fotografías de su esposa Simone Sassen.

Un recorrido fotográfico por las de muchos de los grandes escritores de la historia, Machado, Cortázar, y un texto sobre lo que la tumba le evoca. Me pareció una idea fascinante.

El concurso de cementerios que se ha celebrado quiere poner en valor que se visiten también por su belleza y valor arquitectónico. El de Montornés de Segarra, en Lleida, que ha quedado en segundo lugar, posee un recinto de estilo modernista del XIX en lo alto de una colina. Nuestros cementerios —a menudo olvidados, ignorados o temidos— son también parte del patrimonio, archivos al aire libre que nos hablan de quienes fuimos, de lo que amamos, de cómo despedimos. Recordar, al fin y al cabo, es la forma más humana que tenemos de mantener a los nuestros junto a nosotros.

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