Opinión

Vivir leyendo

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Hay días donde se añora lo cotidiano, lo que la mayor parte del tiempo no se aprecia o, por el contrario, se desprecia pues transcurre rutinario y lo que anhelamos son fuegos artificiales. Dopamina en vena, tan boga en estos tiempos. Esos días en los que se añora que todo discurra por los cauces de siempre, espero con ansiedad la noche para meterme en la cama a leer.

La luz de la lamparita es cálida. La luz es la vida y la muerte para mí. Un fluorescente o una tira de halógenos blancos, y más en días tristes, matan el bienestar a cuchillo. Dejo un vaso de agua en la mesilla, llamo a mi perra Peca para que se acomode a mis piernas. Ella hace un ruidito con la lengua que significa: estoy tan a gusto y yo empiezo a leer. La lectura me salva la vida, me salva del desastre emocional. De los diluvios y las sequías desde que era joven.

Por esta y por otras tantas razones más, los libros viven conmigo. Nunca viajo sin uno, ni empiezo el día sin la bendición de un párrafo. Es como llevar en el neceser el paracetamol, el antidepresivo, la Cristalmina, la melatonina y los probióticos, todo junto. Es como llevar en el neceser la mascarilla de retinol, el antiojeras, los polvos de sol para exterminar la palidez vampírica. ¿Es que la lectura me hace más bella? ¿Es acaso un antiaging? No, es que para mí habitar la lectura es habitar la belleza.

Hay párrafos de algunos libros que me hacen sobrevivir hasta a un fluorescente. Libros como Cien años de soledad o Yo bailo y la montaña canta de Irene Solá. Bellos, bellos. O un verso de Quevedo a quien releo últimamente, uno como: del vientre a la prisión vine en naciendo, de la prisión iré al sepulcro amando, y siempre en el sepulcro estaré ardiendo. Me lo aprendo de memoria para hacerlo mío.

De las varias funciones que se le dio a la literatura a lo largo de los siglos, la noble búsqueda de lo bello fue pionera. Del canto de los juglares a el arte por el arte de Oscar Wilde. Después vino la literatura como evasión, el leer para salir de nosotros, para entregarse al viaje y al gozo, a la torre de marfil de Flaubert; la lectura de arena y hamaca, de sofá frente a la chimenea, aún a riesgo de sufrir lo que le pasó al protagonista de aquel cuento de Cortázar, cuya lectura les recomiendo: Continuidad de los parques.

Y la literatura como conocimiento, esta vez para entrar en nosotros, en el mundo que nos rodea, en la memoria de los que nos precedieron. O la literatura como denuncia, como conciencia crítica, como medio de decir, incluso de callar, de búsqueda y de encuentro. ¿Me hace leer mejor persona? Pregunta que flota en redes y podcast. No me lo garantiza ni mucho menos. Rousseau, a quien imagino gran lector y autor de Emilio y De la educación proclamaba la necesidad de educar a los hijos con amor y libertad mientras enviaba a sus cinco vástagos a un hospicio. Los libros no garantizan la bondad, no les pidamos más milagros de los que hacen. Ni los lectores somos santos. Lo que sí somos muchas veces es felices.

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