Análisis

Activistas y políticos, dos figuras diferentes

Entre la protesta callejera y la responsabilidad política, ¿hasta dónde puede llegar un ministro o un diputado que sale a la calle para implicarse en una causa?

Se espera un otoño caliente con marchas en diversos puntos de España solicitando el cese inmediato del fuego en Gaza y la retirada del ejército israelí. Salir a la calle pacíficamente a exigir cambios es un derecho legítimo y un deber ciudadano para frenar al sátrapa y su alcance se amplifica con el uso de las redes sociales y los móviles. Paradójicamente, lo que nace con un ideal noble desde una emoción de urgencia moral se puede transformar en una expresión de violencia, como ocurrió el 13 de septiembre con el boicot del final de la Vuelta a España. En medio de los altercados, llamó la atención la expresión exaltada, en primera línea, de la diputada Ione Belarra y la eurodiputada Irene Montero, elevando el tono y cambiando el relato de los organizadores, cuya intención “era pacífica”.

¿Un político puede ser activista?

Una de las imágenes más icónicas de la historia es la de Mahatma Gandhi en1930. Después de caminar 300 kilómetros, apoyado en un bastón de bambú junto a miles de seguidores, se sumergió en el Mar Arábigo, caminó hasta la orilla y levantó un puñado de señal: “Con este sencillo acto sacudo los cimientos del Imperio británico”. Se convirtió en héroe nacional por su forma de reivindicar derechos sin alentar a la fuerza armada y promoviendo la resistencia pacífica.

Gandhi no es el faro que guio a las exministras Montero y Belarra mientras alentaban el boicot de la Vuelta, alterando el orden público y poniendo en riesgo a ciclistas y vecinos, según han denunciado algunos ayuntamientos. Los partidos de la oposición les acusan de instrumentalizar la política y usar la causa para generar polémica y llamar la atención, frustrando un evento deportivo de gran relevancia internacional.

Los manifestantes propalestinos cortan el recorrido de los ciclistas en el Paseo del Prado
EFE/Rodrigo Jiménez

Desde aquel 15 de mayo de 2011, cuando miles de indignados salieron a las calles y tomaron las plazas para expresar su hartazgo de los poderes políticos y económicos, ni Montero ni Belarra son las mismas. Su revolución no fue la que prometieron, pero conservan la costumbre de la protesta. Más como un hábito que como solución real. “Esto es política convertida en pasatiempo, en lugar de algo capaz de transformar la sociedad”, escriben Nick Srnicek y Álex Williams en su libro Inventar el futuro: Poscapitalismo y un mundo sin trabajo, un alegato contra la protesta tal y como se ejerce hoy. “La izquierda, a pesar de su orgullo progresista, está sumida en la nostalgia”, dicen. No obstante, aunque insuficiente, la describen como “necesaria”.

En el caso de las exministras, su movilización pierde legitimidad si se confirma que llegaron protegidas por miembros del grupo ultra Bukaneros, del Rayo Vallecano. Este hecho ha hecho recordar a los ciudadanos el irónico privilegio de estas indignadas desde su origen, en la famosa acampada en la Puerta del Sol de Madrid, liderada por intelectuales adinerados con vidas bastante despreocupadas.

El ciudadano espera de sus políticos que desplieguen sus habilidades para trabajar por el país. Quiere gestores, no activistas enrolados en movimientos callejeros con afanes heroicos. Activistas y políticos representan dos roles diferentes y la confusión puede provocar una reacción negativa. “Cuando un activista se convierte en político, la sociedad pierde lo primero para ganar lo segundo. Lo contrario también es cierto”, escribió Bob Kerrey, exsenador demócrata estadounidense, en un ensayo.

“Un político -añade- debe ceder para obtener resultados. Un buen activista debe ser inflexible y no tiene que preocuparse por ofender a un gran número de personas con un lenguaje estridente. Los activistas pueden, y a menudo lo hacen, actuar de maneras que saben que provocarán a las fuerzas del orden e incluso podrían resultar en un arresto. La carta de Martin Luther King desde una cárcel de Birmingham habría tenido poco impacto si se hubiera enviado desde un Holiday Inn”.

 No puede detener el tráfico

En su opinión, la democracia necesita buenos activistas y buenos políticos. Los primeros pueden, y a menudo lo hacen, promover los objetivos de los que ostentan el poder. Y estos deben preguntarse si los manifestantes tienen razón. Su conclusión es clara. Si ejerces un cargo público, no puedes echarte a la calle a detener el tráfico ni bloquear eventos deportivos, sino abordar directamente los problemas, adoptar políticas y proponer medidas actuando por el bien común, incluso escuchando las voces que no quieres escuchar.

No es la primera vez que los partidos políticos en nuestro país ejercen como agentes de movilización. Por ejemplo, ante los atentados terroristas de ETA o la recogida de firmas contra el Estatut de Cataluña. Es legítimo en democracia, el límite lo marca el grado de emotividad, el odio o la manera de expresar la frustración.

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