La Administración Trump ha anunciado su intención de analizar la actividad en redes sociales de los visitantes que deseen entrar en territorio americano, y en este contexto, en los últimos cinco años. La noticia, amplificada por varios medios internacionales, reabre el debate sobre la privacidad, la arbitrariedad y el uso de la seguridad nacional como control político en la era digital.
Traté recientemente el tema del reconocimiento facial y la videovigilancia y de cómo estaba erosionando nuestros derechos y nuestro anonimato en espacios públicos. Vemos cómo ese control permanente se podría ir trasladando ahora a nuestras redes sociales, con sus implicaciones jurídicas y sociales. Al miedo a contar demasiado sobre nuestra vida o a que nos pille nuestra pareja de fiesta se añadirá la verificación migratoria.
Una medida aparentemente inocua
Según la información publicada por medios estadounidenses, el plan permitiría a las autoridades migratorias revisar en detalle la actividad personal en redes sociales (durante los cinco años anteriores a la entrada por aduana) antes de emitir cualquier visado u autorización electrónica (conocida como ESTA) a quienes lo soliciten.
No se trata únicamente de detectar perfiles relacionados con terrorismo o extremismos varios, sino de evaluar lo que el Departamento de Seguridad Nacional define, de forma amplia, como “conductas relevantes en entornos digitales”.
Ese concepto, deliberadamente impreciso, pretende abarcar todo tipo de publicaciones, interacciones, comentarios políticos en determinadas cuentas o simples opiniones. Aunque la cesión de esta información se presenta como “voluntaria”, en la práctica negarse podría traducirse en retrasos, interrogatorios adicionales o directamente ver denegada la entrada.
Un control más político que aduanero
Esta nueva y polémica decisión encaja con la narrativa y trayectoria política de Donald Trump. Desde su primer mandato, la inmigración y la seguridad nacional han sido unos pilares fundamentales de su discurso. Recordemos la batalla por “el muro” para separarlo de México, o los últimos ataques a lanchas rápidas de, hasta ahora presuntos, narcos. El máximo gobernante quiere blindar los votos de su electorado y convertir Estados Unidos en un inexpugnable castillo. Esta nueva estrategia pretende reforzar su muralla contra visitas no deseadas a través de un férreo examen digital. Los atentados callejeros indiscriminados en capitales europeas o en Australia este fin de semana le otorgan cierto crédito. Menos visible que un veto migratorio, pero potencialmente más eficaz, desde luego.
De esta forma, el presidente envía un mensaje inequívoco de que el acceso a su país ya no dependerá solo de quién eres, sino también de cómo te comportas en redes. De lo que dicen de ti los memes o videos que has compartido en Internet. Significa una nueva ampliación de mecanismos que ya comenzaron a aplicarse de forma limitada y discreta durante su anterior presidencia.
Recordemos que, de alguna forma, nos tiene controlados a todos desde hace años. Aunque nos olvidemos pronto, su primera elección se decidió gracias a la empresa Cambridge Analytica que acabó condenada por usar nuestros datos de navegación en la plataforma Meta, llamada Facebook en ese época.

Muchas sombras e importantes dudas legales
Desde el punto de vista del derecho internacional, la medida se sitúa en un territorio jurídico borroso. Es cierto que cada país tiene soberanía propia para decidir quién entra o no a su tierra, pero no es realmente una soberanía absoluta.
El derecho a la vida privada y a la libertad de expresión, recogidos en multitud de tratados internacionales, no desaparece automáticamente al llegar a la frontera americana. Es de nuevo una iniciativa controvertida del mandatario para quien ya no existen límites ni barreras en esto de las ocurrencias.
Distintas organizaciones han advertido de que este control cibernético introduce un alto riesgo de arbitrariedad y discriminación ideológica. Podemos imaginar a activistas y periodistas escribiendo con el corazón en un puño.
Según lo que hayan opinado en X o en cualquier otra red, se les podría cerrar las puertas. Ha pasado ya con alguna actriz española nominada a los Goyas o los Oscar o con políticos aquí en casa. Lo que se cuenta en Twitter queda grabado para la eternidad.
Nos podemos preguntar muchas más cosas. ¿Y si algún contenido compartido anteriormente se considerase problemático y contrario a lo esperado? ¿Quién lo interpretará a la llegada? ¿Habrá algún tipo de recurso por parte del afectado que no pueda entrar ni con visado? El problema va más allá de la sencilla recopilación de datos, sino la falta de criterios claros que dejan indefensos a los viajeros.
En Europa, a cambio, el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) establece claramente unos principios de minimización, proporcionalidad y finalidad concreta en el tratamiento de datos de cada persona. Aunque el RGPD europeo no se aplica en los controles fronterizos americanos, sí marca una diferencia cultural y jurídica clara. La idea de que el pasado digital de una persona pueda ser utilizado, sin límites de tiempo ni contexto, choca frontalmente con la doctrina comunitaria.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos subraya que, incluso en contextos de seguridad nacional, las medidas de vigilancia deben ser proporcionales, justas y necesarias. Un escaneo retrospectivo de los últimos cinco años en plataformas digitales plantea serias dudas sobre los criterios aplicados del otro lado del Atlántico.
Las autoridades solo pueden revisar contenidos públicos, pero cuentas privadas o cerradas no garantizan anonimato si existió actividad visible en el pasado o incoherencia en lo declarado; el acceso a datos no públicos requiere órdenes legales y solo se da en investigaciones de seguridad muy concretas.
Autocensura y efecto disuasorio
Más allá del marco legal, el impacto práctico de la medida es tangible. Abogados, asociaciones de viajeros, pero también sociólogos advierten ya de un fenómeno creciente: usuarios que comparten cada vez menos en redes borran publicaciones o moderan su discurso por miedo a futuras consecuencias.
Si ya es complicado viajar a EE UU después de haber visitado algún país como Cuba, ahora estudiantes, escritores, profesionales y periodistas deberán plantearse sus opiniones y modales pensando en un viaje allá.
La frontera se convierte en un mecanismo de censura global, donde la libertad de expresión se verá condicionada no solo por las leyes, sino por evitar problemas de incertidumbre en nuestros próximos viajes. Una revisión de hasta cinco años de redes sociales no es solo una medida administrativa, sino un cambio de paradigma en un mundo de control fronterizo globalizado que algunos países podrían empezar a aplicar. Por mimetismo o por no ser menos que ellos.
Trump quiere introducir un tipo de modelo en el que el historial digital se convierta en un nuevo filtro de acceso, muy difícil de auditar, pero fácil de ampliar y al que será complicado llevarle la contraria. Al llegar a Miami o Nueva York, te podrán decir que no y que “son lentejas”.
Nos podemos preguntar también hasta dónde podrán llegar los Estados en vista a protegerse de ciertos riesgos sin erosionar derechos internacionales y principios básicos de privacidad y su marco jurídico.
Si nuestro pasado digital se convierte en una pesada losa para cruzar una frontera, el riesgo no será solo para quienes quieran entrar a un país concreto, sino la pérdida de equilibrio entre asuntos de seguridad y derechos democráticos contemporáneos. También podría empezar a afectar a nuestros comportamientos y navegación por las distintas plataformas, la mayoría de ellas americanas.



