La Navidad nos pesa

La presión por sentirse feliz, los reencuentros forzados y el mandato de celebrar convierten para muchas personas la Navidad en una experiencia de malestar silencioso

Madres rebeldes

La Navidad nos pesa tanto que asfixia. Acaba aplastándonos con la constancia de una obligación que no admite excusas. Pesa la expectativa, pesa el calendario, pesa el recordatorio permanente de cómo deberíamos sentirnos. Porque, aunque la narrativa popular hable de ilusión y reencuentros, la realidad es bastante menos luminosa: para siete de cada diez personas, estas fechas generan malestar. Una experiencia compartida que rara vez se verbaliza, porque la tristeza navideña se vive en silencio.

La maquinaria empieza pronto. Demasiado pronto. Cuando aún no hemos cerrado el año, ni mental ni laboralmente, la Navidad aparece para recordarnos que deberíamos parar y disfrutar. Los anuncios nos hablan de volver a casa, de mesas largas y abrazos que lo arreglan todo. El mensaje es amable, pero insistente: si no te sientes así, algo estás haciendo mal. Y ahí empieza el peso. “Es como si el año tuviera que acabar bien por decreto”, dice Marta Castro, 42 años, publicista y madre de dos hijos. “Llego a diciembre agotada y, encima, parece que tengo que poner buena cara porque son fechas bonitas. A mí lo que me apetecería es dormir”. Marta no odia la Navidad, simplemente no se reconoce en ella. Y ese desajuste, lejos de ser una rareza, es bastante habitual.

La idea de volver a casa es el gran pilar del imaginario navideño. Funciona bien en un anuncio de pocos segundos, pero no en la vida real. No todas las casas son refugio, ni todos los reencuentros resultan reconfortantes. Hay hogares atravesados por conflictos, silencios y tensiones que se reactivan puntualmente cada 24 de diciembre. Volver no siempre es descansar, a menudo, significa exponerse.

“Yo vuelvo porque se espera que vuelva”, reconoce Isabel Flores, 35 años, que vive en Lisboa desde hace una década. “Pero sé que voy a escuchar los mismos comentarios de siempre: sobre el trabajo, sobre si tengo pareja, sobre si se me pasa el arroz. Es curioso, porque el resto del año nadie pregunta tanto”. Isabel lo dice con cierta ironía, pero admite que esos días le generan ansiedad. “Luego parece que eres rara si no tienes ganas”.

Los encuentros familiares, tradicionalmente vistos como un símbolo de felicidad, a menudo se convierten en el epicentro del malestar. La Navidad concentra en pocas horas todo aquello que, durante el resto del año, logramos esquivar con excusas aparentemente razonables. La sobremesa se prolonga y, con ella, llegan las preguntas incómodas, los consejos no solicitados y las comparaciones inevitables. A esto se suma el peso de las ausencias.

Para quienes han perdido a alguien, estas fechas funcionan como un amplificador emocional. “El primer año es durísimo, pero el segundo también”, explica Ana Bayano, de 50 años, viuda desde hace tres. “Todo el mundo asume que ya lo has superado, pero llega diciembre y la silla vacía se nota aún más”. Ana lo describe con cierta resignación: “Es una tristeza silenciosa, porque parece que estorba”.

El malestar navideño no siempre surge de grandes tragedias. La Navidad también pesa en la cartera. Regalos, comidas, compromisos sociales que se concentran en pocas semanas. Decir no resulta incómodo, casi antisocial. “Cada año hago malabares”, reconoce Luis Pi, 29 años, con contrato temporal. “No quiero quedar como el aguafiestas, pero tampoco puedo gastar lo que se supone que hay que gastar”. El consumo se disfraza de afecto y la presión se normaliza, como si fuera parte inevitable del menú.

Mejores regalos de última hora - Sociedad
Una fotografía de archivo de regalos de Navidad.
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Y luego está la obligación de parecer feliz, porque la alegría navideña no solo se siente, también se representa. Hay que brindar, agradecer, hacerse la foto. Las redes sociales refuerzan ese mandato con mesas impecables, familias sonrientes y árboles perfectamente decorados. “Yo subo una foto y luego me voy al baño a respirar”, confiesa Marta Fernández, medio en broma, medio en serio. El humor aparece como una estrategia de supervivencia, no como burla.

No sorprende, por tanto, que siete de cada diez personas reconozcan sentir malestar en Navidad: ansiedad, tristeza, irritabilidad, sensación de soledad. No son emociones extravagantes ni caprichosas, sino respuestas bastante lógicas a una presión colectiva muy concreta. El problema no es sentirlas, sino no poder decirlo sin que alguien te recuerde que “deberías estar agradecido”.

La romantización de estas fiestas deja poco espacio para los grises. Todo debe ser especial, significativo, memorable. Pero la vida real no entiende de calendarios emocionales. Hay años difíciles, relaciones que se rompen, decisiones que pesan. Pretender que todo se suspenda durante dos semanas es una expectativa poco realista.

Quizá introducir una dosis moderada de humor ayude a relativizar. “Yo ya he asumido que mi objetivo navideño es no discutir antes del segundo plato”, bromea Marta. Reírse un poco del ritual no lo arregla todo, pero aligera la carga, rebaja la solemnidad y permite tomar distancia.

Tal vez la clave esté ahí: en bajar el volumen. En aceptar que la Navidad no es igual para todos y que no pasa nada. Que hay quien disfruta y quien simplemente resiste. Que celebrar puede ser reunirse o quedarse en casa viendo una serie. Que no volver, no comprar o no sonreír todo el tiempo no es un fracaso personal.

La Navidad nos pesa porque se ha convertido en una obligación emocional más. Aligerarla pasa por permitir otras formas de vivirla, incluso con cierta ironía. Porque, aunque no salga en los anuncios, también es Navidad cuando uno hace lo que puede. Y, a veces, eso ya es bastante.

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