La llamada al 911 llegó una tarde de octubre de 2021. Un adolescente, de apenas 15 años, hablaba en susurros: “Mi hermano está muerto. Su cuerpo está aquí, en la habitación”. El operador le preguntó: “¿Cuánto tiempo lleva sin vida?”. La respuesta del chico le heló la sangre: “¡Un año!”.
La policía acudió de inmediato al apartamento de Houston (Texas). Encontraron a tres menores. Flacos, con la piel pegada a los huesos, hambrientos. Y el cadáver de su hermano de 8 años se descomponía bajo una manta vieja. “En mis treinta años de servicio jamás vi algo tan perturbador”, reconoció un policía.
Gloria, 31 años, era la madre de los niños. Y Brian, de 35 años, el padrastro. Tenían prohibido coger comida de la cocina. Pero un día uno de los hermanos no aguantó más. Fue a la nevera y trajo alimento para los tres hermanos. Lo que no sabían era que, Brian, había instalado cámaras de seguridad. Lo vio todo. La paliza al chiquillo fue tan feroz que le destrozó órganos internos. Murió frente a sus hermanos, que no pudieron hacer nada.
La madre no llamó a emergencias. No buscó ayuda. Cubrió el cuerpo con una manta y lo dejó allí. Luego ambos siguieron entrando y saliendo del apartamento como si nada hubiera pasado, mientras los otros tres hijos, de 7, 10 y 15 años, sobrevivían a base de lo que encontraban o lo que algún vecino les daba.

Gloria, la madre, no fue solo cómplice. Calló y siguió viviendo bajo el mismo techo, como si el cuerpo de su hijo fuera un mueble más. Meses después se marchó con él, abandonando a los pequeños. A veces regresaban, pero no para cuidarlos, sino para gritarles o golpearles.
La autopsia no dejó dudas: el niño había muerto por múltiples traumatismos. No fue un golpe aislado, sino una serie de palizas prolongadas, como un castigo que se repetía hasta quebrar huesos y voluntad. El fiscal lo resumió sin adornos: “No solo mataron a un niño. Condenaron a los otros tres a vivir en un infierno”.
El juicio llamó la atención de todo el país. Frente al jurado, una niña de apenas 12 años se armó de valor. Su voz no tembló: “Quiero que le den la pena de muerte por lo que nos hizo. Mató a mi hermano y nos dejó encerrados con él durante un año”.

Foto El padrastro. Texto: Foto de Brian en su detención
La petición heló la sangre de los presentes. El hermano mayor añadió: “Él nos robó todo. Y mi mamá dejó que pasara”. En el banquillo, el padrastro apenas levantaba la cabeza. Ni una lágrima. Ni un gesto de arrepentimiento. Fue condenado a cadena perpetua.
Los vecinos recuerdan ver a los pequeños merodeando por el complejo, delgados, con ropa sucia. Les daban comida, pero nunca imaginaron lo que ocurría dentro. “Se me parte el alma…estaban ahí mismo y no supimos verlo”, dijo una vecina entre lágrimas.
Hoy los tres niños están bajo custodia de los servicios sociales. Están a salvo. Pero el trauma no se borrará fácilmente. Un psicólogo lo explicó así: “El hambre se cura con pan. El miedo y la memoria de ese apartamento…eso tardará toda una vida en sanar”.