Crítica de cine

‘A nuestros amores’: el sexo de las niñas desata la insania

'A nuestros amores' vuelve a los cines como una de las miradas más descarnadas y perturbadoras sobre el deseo proyectado sobre cuerpos adolescentes

Sandrine Bonnaire, en un fotograma del filme de Maurice Pialat
Sandrine Bonnaire, en un fotograma del filme de Maurice Pialat

El de la niña adolescente inmersa en el frenesí del despertar sexual es un arquetipo esencial en el cine francés. A la vez chiquillas y lolitas, tan inocentes como peligrosas, las nínfulas que florecen frente a la cámara han ejercido una fascinación fatal para multitud de cineastas galos con ínfulas de Pigmalión. ¿Hasta qué punto es la precoz sensualidad de esos personajes una proyección de los deseos culpables de sus creadores?

En su obra maestra, A nuestros amores (1983) –que ahora vuelve a los cines españoles–, Maurice Pialat se enfrentó frontalmente a la cuestión con la inestimable ayuda de Sandrine Bonnaire, que por entonces tenía 16 años años y debutaba en el cine en la piel de una quinceañera que trata de suplir sus necesidades emocionales insatisfechas a través de una actividad sexual voraz con una sucesión de chicos que le importan muy poco, y que en el proceso revela las miserias de su familia. Mientras salta de cama en cama, volátil y provocadora pero también aburrida y confundida, se convierte en una mujer deseable ante la mirada protectora pero inconfundiblemente lujuriosa de su padre, la mezcla de preocupación cariñosa y celos incontrolables que le profesa su madre y la actitud no menos ambivalente de su hermano.

Todos ellos se muestran tan temerosos la vida sexual de la niña, tan decididos a controlarla, que ella parece casi destinada a convertirse en una profecía autocumplida volviéndose promiscua para escapar de ellos. Para ella, en todo caso, el sexo es tanto una distracción como una causa evidente de dolor.

Cartel oficial de 'A nuestros amores' ('A nos amours')
Cartel oficial de ‘A nuestros amores’ (‘A nos amours’)

Su cuerpo, que a menudo vemos desnudo y bronceado, es uno de los grandes asuntos de la película: todos los que la rodean se sienten fascinados por él, ruborizados ante él y celosos de él. Todos la miran con lujuria, pero en realidad casi nadie la ve, y eso hace que a ella le resulte aún más difícil llevar a cabo el duro tránsito por la adolescencia, a lo largo del que debe descubrir quién es y qué quiere de la vida. Mientras la contempla, A nuestros amores sigue siendo sorprendente por su honestidad y la intrepidez con la que mezcla lo salvaje con lo delicado y lo bello con lo terrible. Es la mejor de las diversas ficciones que Pialat dedicó a la juventud y, en comparación, casi cualquier otra película sobre el asunto resulta blanda.

A lo largo de diez largometrajes, el cineasta francés se centró en retratar la violencia emocional que gobierna el mundo. Era un hombre difícil y atormentado, y su personalidad hiriente se hace notar en sus películas. Al mismo tiempo, poseía la determinación obsesiva de capturar la verdad del momento. Por eso, sus películas carecen del tipo de artificios dramáticos que suelen dictar al espectador qué pensar y sentir; enfrentados a sus sentimientos más explosivos y embarazosos, sus personajes no resultan coherentes a nivel psicológico o, al menos, no cumplen las expectativas de la audiencia en ese sentido; Pialat, en todo caso, nunca los juzga.

El director de cine Maurice Pialat
El director de cine Maurice Pialat

Al escogerse a sí mismo como el encargado de dar vida al padre de Suzanne, el director convirtió el complicadísimo amor entre ambos –centro emocional de la película– en un trasunto inconfundible de la relación entre una actriz inexperta y su orgulloso pero cauteloso director o, más concretamente, entre Bonnaire y él mismo, que a lo largo de la película van descubriendo la corporeidad, el magnetismo y la profundidad dramática que posteriormente marcarían las mejores interpretaciones de ella, en películas como Sin techo ni ley (1985), La ceremonia (1995) y Confidencias muy íntimas (2004).

El padre de Suzanne es un tirano que de vez en cuando expone su lado sensible, y un hombre que va descubriendo que su hija ya no es una niña vulnerable necesitada de vigilancia y que tal vez nunca lo fue, y la extraordinaria complejidad del vínculo que mantiene con ella queda especialmente clara en un momento de comunión realmente cautivador. A lo largo de la escena, ambos se sinceran por primera vez sobre su respectiva relación con el sexo; sobre el deseo que él obviamente siente y reprime, y sobre cómo la necesidad de la aprobación paterna condiciona cada relación sentimental que ella forma.

Sandrine Bonnaire y Maurice Pialat, que además de dirigir hace de su padre en 'A nuestros amores'
Sandrine Bonnaire y Maurice Pialat, que además de dirigir hace de su padre en ‘A nuestros amores’

El breve momento de compenetración, de todos modos, no sirve para mitigar el terrible drama de una familia que opera exclusivamente a través de emociones crudas y rencores venenosos, y cuyos miembros no dejan de herirse mutuamente. Cuando el padre abandona el hogar, probablemente por otra mujer, la prole se desmorona; el hermano empieza a amenazar a Suzanne y a golpearla, la madre sucumbe al puro histerismo, y queda en evidencia hasta qué punto la sexualidad de la joven es la piedra angular de la represión de todo el clan.

En buena medida, A nuestros amores funciona a la manera de una serie de enfrentamientos tan desgarradores como reveladores; pocas veces antes se había representado el amor familiar como una necesidad tan violenta. Hoy sabemos que el retrato fue resultado de un rodaje brutal durante el que se sucedieron las agresiones físicas, y varias de ellas aparecen en el metraje de la película, inconfundiblemente reales; de hecho, el empeño de Pialat en hacer pasar a sus actores por un infierno durante los rodajes lo llevó a pelearse, en un momento u otro, con casi todos los que trabajaron con él. Sin duda, el momento más volcánico de la película es una aterradora cena que tiene lugar en las postrimerías del relato, cuando el padre reaparece por sorpresa y provoca una tormenta de insultos y reproches.

Parece ser que Pialat no avisó a sus actores de su intención de participar en la escena, y eso hace que resulte especialmente estremecedora por la crudeza de las emociones que retrata, y por el poder del ser humano para herir y humillar que deja en evidencia. Es la culminación del traumático proceso familiar que la sexualidad de Suzanne puso en marcha, y que ha obligado a los demás a ver en sí mismos cosas que hasta entonces habían logrado inhibir. Al final de la película, la joven se las ha arreglado para escapar del sistema de tortura que los lazos sanguíneos le imponen. Parece claro, eso sí, que el futuro supondrá para ella una liberación y, al mismo tiempo, un nueva prisión.

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