Ha muerto Claudia Cardinale, a los 87 años, y con ella se cierra un capítulo fundamental del cine europeo. No se apaga, sin embargo, el resplandor que nos deja en la memoria esta mujer fuerte y hermosa que, con su magnetismo, definió una época. Cardinale fue una diva, pero también fue el espejo valiente en el que muchas mujeres se reconocieron además de por su físico por su valentía y su independencia. Sin duda, Cardinale fue la encarnación de la mujer indomable.
Una infancia en el norte de África
Claude Joséphine Rose Cardinale nació en Túnez, en 1938, en una familia de origen siciliano. Creció en una casa donde se hablaba siciliano, en la escuela francés, y en las calles el árabe. Aquella colección de culturas le dio una identidad híbrida, compleja, que la acompañaría siempre. Su voz grave, inconfundible, tardó en escucharse en el cine y en sus primeras películas fue doblada al italiano, porque el idioma le resultaba extraño. Su voz -que luego se volvería legendaria para el público- fue un acto de conquista.
La entrada al cine llegó casi por azar. Con apenas veinte años, tras ganar un concurso de belleza en Túnez, fue invitada al Festival de Venecia. La joven de ojos oscuros y presencia magnética llamó la atención de productores y directores. Su primera película, I soliti ignoti(1958), dirigida por Mario Monicelli, marcó el inicio de una carrera que no se detendría jamás.

Los años sesenta fueron su década. En 1963 rodó, de manera casi simultánea, dos de los títulos más influyentes de la historia del cine. Primero participó en 8½ de Federico Fellini y después en El Gatopardo de Luchino Visconti. Cardinale recordó siempre el contraste de esos rodajes. “Fellini no podía rodar sin ruido. Con Visconti, lo contrario. Grababa en un silencio absoluto, como si estuviéramos en el teatro”. Aun entre dos formas tan distintas de entender el cine, ella brillaba con naturalidad, porque, igual que Penélope Cruz, atraía a la cámara como un imán.
Ese mismo año trabajó con Burt Lancaster, y poco después Hollywood la reclamó. Su belleza mediterránea y su carisma la llevaron a compartir cartel con Peter Sellers en La Pantera Rosa (1963) y, más tarde, a protagonizar una de las cumbres del spaghetti western, Once Upon a Time in the West (1968), de Sergio Leone.

Una mujer en guerra consigo misma
Detrás del brillo había muchas sombras. Cardinale enfrentó una maternidad temprana y secreta. En 1958 dio a luz a su hijo Patrick en Londres, fruto de una relación marcada por el abuso. Durante años lo presentó como su hermano menor, mientras sus padres lo criaban. En un mundo en el que las mujeres eran castigadas por salirse de las reglas sociales, Claudia eligió proteger su carrera, pero también a su hijo. Fue una decisión dura, de silencios impuestos, que solo con el tiempo pudo compartir.
Esa capacidad de sobrevivir a la adversidad marcó su carácter. Fumadora empedernida, de voz áspera, Cardinale se convirtió en símbolo de independencia. Cuando en los años setenta rompió con el productor Franco Cristaldi para iniciar una vida con el cineasta Pasquale Squitieri, el gesto le costó caro. Cristaldi movió hilos en la industria para boicotearla. Incluso Visconti, que la había inmortalizado en ‘El Gatopardo’, la rechazó para su última película, El inocente (1976). Ella lo contó con crudeza. “Fue un momento delicado. Descubrí que no tenía dinero en el banco y estaba en manos de los hombres”.
Pero Cardinale no era de las que se dejaban vencer. Franco Zeffirelli la rescató al ofrecerle un papel en Jesús de Nazaret (1977), y después vinieron nuevas colaboraciones con cineastas europeos como Werner Herzog y Marco Bellocchio. Nunca aceptó la marginalidad del cine con las actrices veteranas, nunca aceptó la invisibilidad como destino. Su carrera, que superó las 120 películas, fue un acto constante de resiliencia.
En el año 2000 encontró en el teatro un nuevo hogar. Subirse a un escenario le devolvió la intensidad del primer amor, así fue como ella lo describió. Le gustaba la disciplina, el contacto directo con el público, la sensación de hacer arte efervescente. Los críticos europeos la aplaudieron y ella, en su madurez, parecía disfrutar más que nunca. “He vivido más de 150 vidas: prostituta, santa, romántica… Cada mujer posible. Eso es maravilloso”, declaró. Dedicada al activismo a favor de los derechos de la mujer. Fue Embajadora de la UNESCO para la Defensa de las Mujeres y, en 2022, un libro la celebró con el título que más la representa, Claudia Cardinale. La indomable.
Su espíritu desafiante se expresaba también en gestos que rozaban lo escandaloso para su tiempo. Acudió a una audiencia con el papa Pablo VI en minifalda, rompiendo protocolos y demostrando que no estaba dispuesta a disfrazar su identidad. Era la encarnación de un cambio de época, de una feminidad que ya no pedía permiso.

Un legado eterno
Cardinale nunca fue solo una actriz. Fue un arquetipo, el símbolo de la mujer mediterránea fuerte, sensual y libre. Junto a Sofia Loren inspiraron el personaje de Emily in Paris y recibió innumerables premios y reconocimientos, entre ellos un Oso de Oro honorífico en Berlín en 2002. Amiga de presidentes franceses como François Mitterrand y Jacques Chirac, residente en París durante gran parte de su vida, nunca dejó de trabajar. En 2020 aún aparecía en la televisión suiza, demostrando que le encantaba su oficio. Al despedirla, resuenan sus propias palabras. “He trabajado con los directores más importantes. Ellos me lo dieron todo”. Pero en realidad fue ella quien nos lo dio todo. La certeza de que la belleza no está reñida con la persistencia, que la sensualidad puede ser rebelde, que la mujer en pantalla no tiene por qué ser un adorno.
En Italia, la mamma es un arquetipo sagrado, símbolo de fortaleza. Claudia Cardinale fue esa madre simbólica para su audiencia. Combativa, protectora, capaz de defender con uñas y dientes lo suyo, fue una artista que encarnó a todas las mujeres posibles en la pantalla sin dejarse domesticar.
Hoy, el cine se queda huérfano de una de una diva eterna. Sin embargo, su legado sigue vivo. En cada fotograma, en cada gesto, Claudia Cardinale nos recuerda que su vida fue, como ella misma dijo, un mosaico de más de 150 existencias. Y cada una de ellas nos pertenece un poco.