Mi amigo M. G., ese al que no le gusta ir al cine (aunque en realidad sí que va, pero que la verdad no estropee un titular) es mi camello literario ‘boutique’. Cuando me regala algún libro suele ser inesperado, fuera del circuito mainstream y casi siempre acierta. Será, quizá, porque piensa en mis gustos, pierde el tiempo en activar sus neuronas literarias y no pilla el primero en la pila de novedades. Él lo negará, por supuesto. Su último obsequio, Oona y Salinger (Anagrama), es un delicioso relato, que oscila entre lo real y lo ficcionado (faction lo llama Frédéric Beigbeder, su autor) que toma como punto de partida el romance entre Oona O’Neill (que se acabaría convirtiendo en la Oona Chaplin que todos conocemos) y el escritor maldito, o el maldito escritor si quieres, J. D. Salinger, creador de la obra maestra fundacional El guardián entre el centeno.
Al margen de su brillante y original estructura narrativa, en la que Beigbeder va y viene domeñando el tiempo, alterando el punto de vista, ora epistolar, ora novelesco y en el que el narrador omnisciente, el propio autor, rompe la “cuarta pared literaria”, como la Mia Farrow de La rosa púrpura de El Cairo, convirtiéndose él y sus obsesiones en el tercer vértice del triángulo, el libro tiene interés para mí en dos miradas que lo sobrevuelan. La primera y más evidente, es una letanía sobre el paso del tiempo, ese monstruo, algo naíf a mi modo de ver, pero heterodoxa y diletante: lo mismo te saca sin más un listado de parejas famosas por su diferencia de edad, que introduce aforismos cuñadescos tipo “el hombre maduro elige a una mujer joven porque ésta le garantiza, hasta su muerte, que se le corte la respiración cada vez que la vea salir del baño”. Ponme otro cubata.

La segunda, mucho más original a mi modo de ver, es la construcción que Beigbeder hace de una mujer imaginada, fruto de su propia obsesión, cincelada en el bloque de mármol que es Oona y la proyección masculina de una mujer frágil, grácil, caprichosa, lluviosa y contradictoria, a la que perfectamente se puede aplicar la mítica frase de Con la muerte en los talones, “serías capaz de matar a un hombre sin tan siquiera proponértelo “. Ella, Oona, y su cohorte de acompañantes femeninas, las ricas herederas Gloria Vanderbilt y Carol Marcus, “las primeras it girls de la historia”, son dueñas de sus juergas, sus ligues, su devenir y su colección de finales trágicos, como sus amiguitos Capote o Hemingway, actores secundarios en esta trama pretendidamente feminista. Mucho menos chicha tiene el personaje de J. D. Salinger quien, a juzgar por su carácter y vida, fue un vinagre de aúpa.
Y digo pretendidamente feminista porque desconozco si Oona O’Neill / Chaplin y su grupete de escuderas eran así realmente. Probablemente no. Lo que me interesa del libro es la visión contaminada de Beigbeder, su amour fou hacia una figura a la que cuelga, inconscientemente, todas las alforjas masculinas y consigue probablemente lo contrario de lo que pretende: el autor, emborrachado de ficción, modela un personaje irreal, estereotipado, un moderno Prometeo con perspectiva de género al que, como el Drácula de Bram Stoker, “los días se confunden con las noches, y las noches con los días”.
Este original cuento metaliterario me ha hecho masa mental, por contradictorio en sus diferentes posturas literarias, con otro que me acabo de terminar, bastante petardo por otra parte. Es la biografía que, hace 40 años, publicó Anne Edwards sobre la actriz Katharine Hepburn (Ultramar Ediciones). Su tono y estilo, como corresponde al género biográfico, es mucho más prudente, objetivo y periodístico, pero, por contradicción, se me ha mezclado en la cabeza con el primero. En contra de lo que pueda parecer, me atrae mucho más la parte de la Hepburn antes de ser famosa y, desde luego, mucho más que su romance con Spencer Tracy, que la convirtió en el tipo de mujer del que ella renegaba y del que me creo la mitad de la mitad.

La Kate primigenia, aquella cuya naturaleza la convertiría en ese icono de la independencia femenina, pero luminosa a diferencia de Oona, es la que me interesa. Su raíz Old Money en una familia, los Hepburn, “rojillos, artistas y ateos”, como los llamaban en West Hartford, Connecticut. El bling bling de Hollywood está bien. Los cuatro Óscar ganados, las grandes comedias, los directores que la amaron, toda esa historia está más que escrita y sabida. En este sentido, la biógrafa Anne Edwards, adopta una posición radicalmente distinta de la de Frédéric, mucho más prosaica y desmitificadora, sin ahorrar calificativos superficiales hacia la actriz y centrándose demasiado en su aspecto (“cara de caballo”) y sus outfits. Es cierto que su figura, estilo y savoir faire tenía ese toque andrógino y out of the box que han heredado actrices como Diane Keaton.
Lo realmente diferenciador entre un libro y otro, que en sí mismos nada tienen que ver, es la radical distancia, moral si quieres, entre dos mujeres que comparten todo aquello que la igualdad entre sexos ha comprado. Él, fascinado por una figura a la que atrofia en su femineidad; ella, severa hasta la crueldad con quien representaba la libertad de la mujer en todos los sentidos: familiar, laboral y emocional.
¿Tiene algo que ver el hecho de que los escritores sean hombre y mujer? Eso, querid@, no te lo sé responder. Tendrás que leer ambos libros. Pídeselos a mi amigo M.G.