Durante siglos, la historia ha repetido un nombre con ligereza y crueldad: Juana la Loca. Dos palabras añadidas a un nombre que han bastado para convertir a una reina legítima en una caricatura. Para enterrar a una mujer viva bajo el peso del desprecio y la mentira. Pero su verdadero nombre era Juana I de Castilla y ella fue la primera reina de España. La única soberana legítima de las dos coronas. La que unió en su sangre el destino de Castilla y Aragón. La que amó por encima de lo humano, gobernó demasiado poco y sufrió más de lo que nadie debería soportar.
La reina que nunca pudo reinar
Juana nació en 1479, hija de los Reyes Católicos. Desde niña fue educada con una disciplina exquisita, propia de quien estaba destinada a grandes responsabilidades. Aprendió latín, francés y flamenco. Leía con pasión, tocaba música y tenía una fe serena e inteligente. Pero en las cortes europeas del siglo XV, la inteligencia femenina era un peligro. Y el destino de las hijas reales se decidía en el tablero de los matrimonios dinásticos.
Así, Juana fue enviada a Flandes para casarse con Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano de Austria. Aquella boda, pensada para consolidar el poder de los Reyes Católicos en Europa, acabaría por destruirla. Felipe, apuesto y vanidoso, nunca la amó. La deseó, sí, y quizá la temió, pero no la respetó. Juana, en cambio, lo amó con una intensidad que escandalizaba a su tiempo. Un amor que no supo esconder ni fingir. Y ese amor, puro y desesperado, se convirtió en el arma que sus enemigos usarían para destruirla. Para convertirla en Juana la Loca.
La traición de su padre y el golpe de los Austrias
Cuando murió su hermano Juan y después su madre, Juana pasó a ser heredera del trono de Castilla. Pero su marido ambicionaba el poder y su padre, Fernando el Católico, temía perder la influencia sobre el reino. Entonces comenzó la conjura. Felipe maniobró con los notables castellanos —nobles que se decían leales, pero vendieron su alma a cambio de favores— y Fernando pactó con el enemigo, aceptando la llegada de un Austria al trono de España con tal de mantener su control en Aragón.

Juana fue víctima de ambos. El padre que debía protegerla y el esposo que debía amarla se aliaron, directa o indirectamente, para apartarla del poder. La tildaron de inestable, la despojaron de su legitimidad y la usaron como moneda de cambio en un juego que solo buscaba perpetuar el dominio masculino.
Y así, mientras los notables de Castilla entregaban su corona a un extranjero, la reina legítima era recluida, silenciada y convertida en un espectro.
El encierro en Tordesillas: una reina prisionera
Tras la muerte repentina de Felipe el Hermoso en 1506 —posiblemente envenenado—, Juana quedó sola. Su padre la declaró incapaz de gobernar y, desde entonces, comenzó su cautiverio. Fue encerrada en el palacio de Tordesillas, donde permanecería casi medio siglo.
La versión oficial dijo que estaba loca, pero los documentos conservados cuentan otra historia: una mujer lúcida, consciente de su situación, que se negaba a firmar decretos injustos, que preguntaba por sus hijos y que exigía noticias del reino. No era locura, sino resistencia.

La aislaban, la vigilaban, la manipulaban. La obligaban a vivir en habitaciones húmedas, sin ver la luz del sol. La privaron del calor de su hija Catalina, que fue su único consuelo. Y hasta los frailes que la confesaban debían informar de sus palabras a la corte. Fue, durante cincuenta años, una prisionera del poder. Una reina destronada por ser mujer.
El mito de la locura
El mito romántico —esa imagen de Juana la Loca paseando por Castilla con el féretro de su marido— no es más que una distorsión poética creada siglos después. No hay prueba alguna de que esa procesión existiera. Es una invención que servía para reforzar la idea de la reina desquiciada, consumida por los celos. Una figura trágica y pasional que las élites del siglo XIX adoraban convertir en espectáculo.
Pero no hubo locura, sino dolor. No hubo histeria, sino injusticia. Lo que la historia llamó “locura” fue el modo de silenciar a una mujer que amó, que quiso decidir y que se negó a firmar su propia humillación.
Fue su hijo, Carlos I de España y V del Sacro Imperio, quien selló su destino. Ordenó que permaneciera encerrada el resto de su vida y jamás la visitó. Mientras él levantaba un imperio, su madre moría lentamente en la sombra, sin saber que la historia la recordaría solo por un apodo infame.
La primera reina de España
Decir Juana la Loca es repetir una mentira. Su verdadero nombre, el que deberíamos pronunciar con respeto, es Juana I de Castilla, reina legítima de Castilla y de Aragón. La primera en unir, en su persona, los dos reinos que conformarían la España moderna. Fue ella, y no su padre, quien tenía derecho pleno al trono. Pero la traición de los notables y la codicia extranjera le arrebataron el poder.
Juana no perdió el trono por enfermedad, sino por conspiración. No fue vencida por la locura, sino por los hombres que no soportaron verla reinar. La historia se encargó después de cubrir su memoria con un velo de desprecio, de esconder su inteligencia, su sensibilidad y su lucidez bajo el mito de una mujer fuera de sí.
La verdad, sin embargo, ha sobrevivido. Los archivos, las cartas y los testimonios de la época revelan a una mujer que comprendía perfectamente su situación, que se sabía traicionada, que sufría, sí, pero que jamás renunció a su condición de reina.
Una herida en la memoria
La historia de Juana I de Castilla es la historia de una traición colectiva: la de un país que prefirió servir al poder extranjero antes que aceptar el gobierno de una mujer. Su encierro fue una vergüenza sostenida durante décadas. Su silencio, una condena que se extendió hasta los libros de texto.
Fue la primera reina de España y también la primera en ser olvidada por ella. La encerraron los suyos, la condenó su familia, la enterró la propaganda y la rescató, siglos después, la conciencia de un tiempo que al fin comienza a entender lo que significó su nombre.

Cuando los cronistas la llamaron loca, lo que realmente quisieron decir era “insoportable”. Insoportable para el orden político, insoportable para el poder masculino, insoportable para la idea de un mundo donde una mujer pudiera pensar, amar y decidir por sí misma.
Juana I de Castilla: la reina que sigue esperando justicia
A veces la historia no se corrige con documentos, sino con palabras. Con la valentía de volver a nombrar. Juana no fue loca. Fue la reina que la historia traicionó. La mujer a la que le arrebataron el derecho a vivir y a amar con libertad. La reina que hubiera podido inaugurar una España distinta, más justa y luminosa.
Su historia no pertenece al pasado, sino al presente. Porque mientras la sigamos llamando “loca”, estaremos repitiendo la humillación de quienes la destruyeron.
Por eso, cuando recordemos a Juana, recordémosla con su verdadero nombre: Juana I de Castilla, reina de Castilla, reina de Aragón, reina de España. Una mujer que fue madre, esposa y soberana. Y a la que la historia —esa historia escrita por los hombres— convirtió en una prisionera de su propia memoria.
La verdadera locura no fue la suya. Fue la de un reino que prefirió entregar su alma a los Austrias antes que permitir que una mujer reinara con dignidad.