Pocas expectativas… o todas las del mundo. Por un lado, Jay Kelly se perfilaba como una comedia mainstream, con el sello de Netflix (que no suele apostar por nada que no vaya a triunfar en su plataforma) y con protagonistas de primera línea pop, de George Clooney a Adam Sandler. Por otro, la dirección indiscutiblemente excelente (y a bastanza independiente) de Noah Baumbach, autor de guiones como los de Historia de un matrimonio o Barbie, que escribió junto a su pareja, Greta Gerwig.
Pensábamos encontrarnos una comedia tierna y divertida: George Clooney es Jay Kelly, un guapísimo actor triunfador de Hollywood, al que se le ven las costuras de la inseguridad cada vez que termina de roda una película, pero que vive como todos piensan que lo hace una estrella; es decir, satisfecho, nadando en dinero y sin preocupaciones. Como le dice su hija pequeña, “tú nunca estás solo”.

Sin embargo, George Clooney (perdón, Jay Kelly) atraviesa una crisis de identidad después de una vida entera dedicada al cine. “Mis memorias son películas”, repite, y su agente, Ron, interpretado por un inmenso y ovacionado Adam Sandler, le recuerda que eso son las películas: “pieces of time”. Pero la gran pregunta de la película no es tanto sobre el cine, que también, y después hablaremos de eso, sino sobre la soledad. “Jay Kelly, Gary Cooper, Jay Kelly, Clark Gable, Jay Kelly, Robert De Niro…”, dice el protagonista mirándose en el espejo, preguntándose si es alguien o algo más que un nombre fabricado por una industria. El momento, que remite al monólogo de De Niro en Taxi Driver, marca el punto de cambio en una película con más capas de las que aparenta.
Dolor… y gloria
Tenerlo todo, estar en lo más alto y darte cuenta de que, en realidad, estás solo y vacío. Como hiciera Pedro Almodóvar con su film autobiográfico (aunque cuál no lo es), George Clooney realiza este juego de espejos al situarnos a todos, pero especialmente a sus colegas de oficio, frente a la cruda pregunta de por qué hacemos las cosas. “Escribí este papel para George. Lo conozco desde hace tiempo y quería trabajar con él, pero además creo que la audiencia tiene una historia con él, y eso era importante para el argumento. Su personaje está corriendo y huyendo de sí mismo, intentando evitar y ocultar lo que le pasa. Lo que le pedí a George fue esto: revelar cosas de sí mismo”, explicaba Noah Baumbach a la prensa.

“No soy alguien que se ponga emocional en el set pero esta vez me ha ocurrido muchísimo, ha sido precioso ver a estos actores trabajar”. Eso salta fuera de la pantalla: algunas de las críticas han destacado lo empalagoso de una película ingeniosa, sincera y emotiva, pero que no pierde la pátina buenrrollista de Netflix. Cuando el director que le dio su primera oportunidad muere repentinamente y arruinado, Jay Kelly se da cuenta de que no le devolvió sus últimas llamadas ni le brindó ayuda cuando se la pidió. Sin una especial maldad, su examen de conciencia paulatino va devolviéndole una desagradable imagen: cínico, autocomplaciente, frío, mujeriego, aislado, desconectado del mundo.
Adam Sandler, en el papel de su manager fiel aunque devoto a una familia que entiende la importancia de su trabajo, es el primero de una larga fila de su entourage, encabezado por Laura Dern y Emily Mortimer (que coescribe el guion), que se pregunta con honestidad si merece o no la pena dar la vida, el tiempo y a veces la salud mental, por hacer que un actor brille. “Pero él hace feliz a la gente”, le explica Ron, puede que su único amigo, a quien Jay en cambio acaba despreciando: “Un amigo que se lleva el 15 % de mis ingresos”.
El carisma desbordante de George Clooney hace que sea fácil simpatizar incluso con alguien como el protagonista. Lo tiene todo, y sin embargo, de repente se da cuenta de que su vida está vacía; su vida en la burbuja de la fama lo ha dejado desconectado de la vida del resto del mundo, marginando a quienes se supone que más le importan. La parte más dolorosa, y la mejor y más honestamente narrada, es la de su relación (inexistente o intermitente) con sus hijas: sus intentos vanos de enmendar treinta años de ausencias, sus justificaciones balbuceantes y su arrogancia sin límites hacen que, en el fondo, nos apiademos de él y de su vivir ajeno a sus privilegios.

“¿Sabes cómo supe que no te gustaba pasar tiempo conmigo? Porque nunca pasabas tiempo conmigo”, le espeta su hija mayor, Jessica (Riley Keough), quien lo califica de “recipiente vacío”: “¿Hay alguien ahí dentro?”. Su hija menor, Daisy (Grace Edwards), en cambio, vive la distancia con su padre con mucho mayor desapego y menor acritud. A dos semanas de su próximo proyecto, Jay planea pasar tiempo con ella antes de que se vaya a la universidad. Pero Daisy, que parece acostumbrada a hacer planes sin la opinión de su padre, se dirige a Europa con amigos para asistir a un festival de jazz en París y luego conducir hasta Italia, dejando claro que no quiere que Jay la acompañe.
El examen de conciencia incluye también una revisión de su juventud, de aquel profesor de teatro que creyó en él y de una traición que tendrá un peso profundo en la película y que implica a Billy Cudrup, quizá la mejor interpretación de la cinta: a partir de ese oscuro pecado del pasado entendemos que Jay Kelly no entiende ni concibe la amistad y que sabe que, en el fondo, es un impostor. Sin embargo, ser George Clooney, ser un hombre blanco y heterosexual con semejante magnetismo, ensombrece ese síndrome, aunque Jay Kelly es consciente de él y por eso, en el fondo, siempre quiere regrabar sus escenas finales. De hecho, hay una cálida melancolía en las escenas de Ron que rara vez está presente en Jay, posiblemente porque no importa que sea un imbécil egoísta, su atractivo le permite ganarse un pase.
Hay humor en la observación que hace el guion del absurdo grado de indulgencia con las celebridades, como el trozo de tarta de queso que aparece una y otra vez porque Jay lo pidió una vez y posteriormente se incluyó en su cláusula adicional. Lo mismo ocurre con la movilización de un considerable equipo de apoyo, todos amontonándose obedientemente en el avión privado de Jay para volar a París sin previo aviso. Y hay que reconocer que la escena del tren, si bien algo forzada, es divertida y tierna: una muestra de cuánto le gusta a Baumbach meter a mucha gente en un espacio reducido y grabarlos mientras interactúan.

Ante todo, hay también un canto de amor al cine, especialmente en la apertura: un plano secuencia durante un rodaje en el que el director se interpreta a sí mismo. “Creo que Jay Kelly es una representación de cuánto amamos las películas. La forma en la que somos fuera de cámara es como somos dentro”, explicó Baumbach en la rueda de prensa. Y creo que la totalidad de la sala de la Beinnale lloró al ver a Jay Kelly recoger su premio y ver el montaje de su vida y su carrera en pantalla, que es, en efecto, la de George Clooney. Metacine en el que el actor de La delgada línea roja acepta interpretar a un personaje con profundos defectos que se solapa considerablemente con su propia imagen pública.
La película comienza con una cita de Sylvia Plath: “Es una responsabilidad enorme ser uno mismo. Es más fácil ser otra persona o no ser nadie”. Es lo que le dice también su profesor de interpretación a un joven Jay Kelly que sueña con ser Marlon Brando: “¿Sabes lo difícil que es ser uno mismo?”. En esencia, Jay Kelly trata sobre un hombre mimado que asume esa responsabilidad tras décadas de complacencia permitida, envuelta en el carisma de una estrella de cine, y con una vaga idea de lo que significa amar. Y la misma película nos explica cómo acaba: “Yo conozco al final. El final trata siempre sobre el amor”.