Como por Artículo14 somos bastante luminosos, always look on the bright side of life, me contacta mi jefa para plantearme una serie de refrescantes artículos agosteños que destaquen la postura de género en algunas de las cumbres de la historia del cine. No se trata tanto, me argumenta, de fiscalizar una película, buscarle sus vértices oscuros y denunciarlos, con contexto o sin él, ni tampoco hacer arqueología de las grandes –y evidentes- heroínas escarlatas que el celuloide nos ha regalado, como de, en el ejercicio opuesto, resaltar el valor del personaje femenino en muchas de ellas y su representación orgánica dentro de la narración, con sus virtudes, defectos, aristas y contradicciones. Vamos, igual que a ellos, o sea, a nosotros. Los tíos, vamos. Ya me entiendes.
Esto no será, por tanto, un listado torquemadesco de “filmes que reivindican la figura femenina” sino que tratará de identificar el foco que muchos clásicos han puesto en las mujeres, lejos de cualquier pancartismo y abajo firmantes. Y, lo más importante en mi opinión: sin que eso sea lo fundamental en la película, ni su principal argumento, a lo “yo sí te creo”. La gracia está, pues, en que esta visión no quede subrayada en exceso, que no haya rastro de impostación, que fluya en el natural devenir de la historia. Joder qué cursi. Es más fácil si le pones ejemplos.
Si hay una obra paradigmática en esta equiparación limpia, orgánica y poco forzada, aunque ya veremos cómo la cosa se va torciendo como mi limonero, esta es La costilla de Adán (George Cukor, 1949), probablemente el culmen en la carrera interpretativa del dúo (quedémonos en lo artístico) Tracy- Hepburn y una de las comedias más importantes de la historia.

Un madurito, peleón, pero bien avenido y asentado matrimonio de abogados, Amanda (Katharine Hepburn) y Adam (Spencer Tracy), ve como su sofisticado e igualitario mundo de masajes, daiquiris, apartamento con boiseries y éxito social se tambalea cuando tienen que enfrentarse en el juicio, él como fiscal, ella como abogada defensora, a una mujer acusada de intento de homicidio tras disparar a su marido y a la amante de éste. Imagínate el quilombo.
Tengo especial predilección por esta película. Pertenece al paisaje sentimental de mi infancia. Antes de que llegara lo digital y abriera la caja de Pandora, todos teníamos una videoteca que revisábamos una y otra vez. No siempre podías ir al videoclub, una cinta virgen de VHS era cara y mantenías un pequeño cofre del tesoro con 20, 30 pelis que veías en bucle, si tenías la suerte de que el pequeño no grabara un capítulo de Los Fruitis encima. En mi caso, mis hermanos y yo (en aquella época ver la televisión era un acto social y moral), siempre elegíamos La costilla de Adán. Y somos cinco. Ríete tú del consenso de la transición.
Esta maravilla de George Cukor me gusta por moderna, por mordaz, por reflexionar con vitriolo e inteligencia sobre las relaciones amorosas, por su punzante guion que huye del lugar común –firmado al alimón por la pareja en la vida real Ruth Gordon y Garson Kanin– y por establecer un inteligentísimo diálogo sobre la igualdad de sexos en el ámbito personal (el matrimonio) y los organismos públicos (el juicio). También me gusta, y mucho, por sus mamporros a rodabrazo en forma de agudos diálogos contra la sociedad burguesa biempensante, todos, todas y todes, sus hipócritas instituciones y sus esquinas sucias. Y todo ello bajo el disfraz de “comedia sofisticada”, tan de moda en los años 40, trampantojo que le vale a su director para zurrar a todo bicho viviente: él, ella, elle, ello. Esto y aquello.

Al margen de su valor artístico, lo mejor de este filme es que ya desde las primeras secuencias ni siquiera se plantea, y esto es fundamental en la mirada fílmica que la sobrevuela, que la relación entre Adam y Amanda, profesionales de éxito ambos, esté marcada por los roles jerárquicos. Lo deja bien claro desde el principio, echando mano de la dualidad en la puesta en escena, sin discursos, sin esparabanes ni manierismos: desayunan juntos en la cama, cada uno con su periódico, ella conduce y él va de acompañante gruñón, tienen la sana costumbre de darse mutuamente reconfortantes masajes, expresan sus opiniones, discuten, tratan a sus amigos de la misma manera, sus carreras no se ven afectadas por su sexo.
Por supuesto hay celos, desconfianza, desencuentros éticos, pero siempre de igual a igual. El mismo garrote para ambos. Y estamos hablando del Nueva York de hace 75 años. Nada hay en ella, en su perspicaz costumbrismo de upper-middle class que denote desigualdad…al menos hasta que empiezan las hostilidades. Esto no significa, por supuesto, que Cukor no juegue la hábil baza de la guerra de sexos o del distinto tratamiento que se da en la esfera pública a la infidelidad según su condición, perfectamente plasmado en ese maravilloso gag en el que el “afligido” esposo tiroteado, Tom Evell (en realidad todo él es un gag), se trasviste en el espejismo de una mujer sufriente.
Realmente la película funciona con una clara perspectiva de género a varios niveles, pero el primero y, para mí, más original y valioso es ese, ya que toma como punto de partida lo particular (la aparentemente igualitaria relación entre el matrimonio de abogados) para desenmascarar el falso discurso de la sociedad supuestamente progresista a la que ambos pertenecen.
Lo que hace a La costilla de Adán, desde el punto de vista de la normalización de roles, mucho más eficaz que cualquier otra, es que no evita la denuncia (cómica, eso sí, como todo lo serio) sobre las actitudes y supuestos comportamientos sexistas. Pero por ambas partes, ojo. Aquí todo es paritario: ese fantástico momento final en el que Adam (Tracy) muestra a una atónita Amanda (Hepburn) que los hombres también pueden manipular con el llanto, o cómo ella trata de despistarle con un estriptis de lo más casto enseñando las puntillas de las enaguas en pleno juicio.
Además, en una segunda capa más evidente, la de la propia trama judicial, el director plantea ese distinto tratamiento a los hombres y a las mujeres y cómo esto afecta a su relación, poniendo de relieve la beatería entre ambas partes y los atavismos machistas (“no me gusta estar casado con lo que llaman ‘la nueva mujer’”), instalados de serie y que a punto están de enviar al garete al envidiable matrimonio.
El gran acierto de La costilla de Adán es que es capaz de razonar sobre este tema partiendo de la misma condición. Ambos iguales, equilibrados socio culturalmente y valorados, dentro y fuera, con las mismas armas. A partir de ahí, a costillazo limpio.