En su regreso a Venecia, Paolo Sorrentino presenta La Grazia, un filme que reencuentra al director con su actor fetiche, Toni Servillo, y que se adentra en un terreno de hondura moral y política. El protagonista, Mariano De Santis, es un presidente de la República Italiana enteramente ficticio —un hombre austero, viudo y católico— que, al final de su mandato, se enfrenta a dos solicitudes de indulto que pondrán a prueba su conciencia y su fe. Lo que podría parecer un ejercicio burocrático se convierte en el corazón de un relato de dudas, heridas íntimas y una responsabilidad que no admite atajos.
Sorrentino lo define con claridad: “La Grazia es una película sobre el amor. Ese motor inagotable que genera celos, ternura, emoción, comprensión de la vida y sentido de la responsabilidad”. Y ese amor, en la cinta, se despliega en todas sus formas: hacia una esposa ausente, hacia una hija jurista que encarna la fuerza del presente, hacia un hijo con el que se abre la brecha generacional, hacia la ley que estudió durante toda su vida. Detrás de la rigidez de la figura presidencial late, en realidad, un hombre de afectos.

El director también reivindica la duda como categoría política: “La Grazia es una película sobre la duda. Y sobre la necesidad de abrazarla. Especialmente en la política y más aún hoy, en un mundo donde los políticos presentan paquetes de certezas que solo provocan daños y resentimiento”. Mariano De Santis se erige en símbolo de un gobernante que se atreve a reconocer la fragilidad de sus convicciones. Frente al populismo de la certeza, Sorrentino contrapone la nobleza de la vacilación.
La otra cara de ese itinerario es la responsabilidad, que en palabras del cineasta debería ser “la cualidad que define a los políticos que representan a los demás y toman decisiones”. En La Grazia no hay espacio para la demagogia o el espectáculo vacío, sino para el peso silencioso de decidir sobre vidas humanas y sobre leyes que rozan la frontera entre lo moral y lo legal. La cuestión del indulto y el debate sobre la eutanasia aparecen como dilemas que exigen ética más que ideología.
En esa clave se entiende también la paternidad, otro de los ejes de la película: “Los políticos son dignos de ese nombre solo si encarnan la noble y tranquilizadora cualidad de la paternidad, no si caen en el papel del hijo descarriado”. Mariano De Santis oscila entre ser un padre noble y sabio y aceptar, con humildad, que debe aprender de sus hijos. Es ahí donde la película abandona el terreno solemne del poder para abrazar la fragilidad doméstica, el espacio donde la historia se entrelaza con lo íntimo.

Sorrentino ha confesado la huella que dejó en él el Decálogo de Kieslowski: “Un joven como yo quedó profundamente impresionado por aquella obra maestra sobre los dilemas morales. La ética es un asunto serio. Sostiene el mundo. Y Mariano De Santis es un hombre serio”. Esa influencia atraviesa La Grazia, que se ofrece no como un panfleto político, sino como un examen ético de la condición humana bajo la forma de un thriller moral.
Con La Grazia, Sorrentino confirma su obsesión por explorar las fisuras del poder, pero lo hace desde un ángulo más sobrio y contemplativo. Toni Servillo, una vez más, encarna al hombre atrapado entre la grandeza de la institución y la fragilidad del individuo. La película no se complace en la estética barroca de La gran belleza, que sigue siendo su mejor película hasta la fecha, sino que apuesta por una sobriedad clásica que recuerda a los maestros europeos del cine moral.
En Venecia, La Grazia ha llegado como una obra profundamente italiana y, al mismo tiempo, universal: una meditación sobre el amor, la duda, la responsabilidad, la paternidad y los dilemas éticos que sostienen el mundo. O, como concluye Sorrentino, sobre un hombre “serio, responsable y lleno de amor”.