¿Que qué es Sad Hill? ¿Y tú me lo preguntas?
El ficticio cementerio de Sad Hill es el escenario donde se desarrolla la larguísima secuencia final de El bueno, el feo y el malo (Segio Leone, 1966), la obra cumbre del spaghetti western, en un duelo a muerte entre los tres protagonistas: Rubio (Clint Eastwood), Sentencia (Lee Van Cleef) y Tuco (Eli Wallach). Vaya tres: los de ficción y los de verdad . El sitio está en un precioso valle de la provincia de Burgos, entre Contreras y Santo Domingo de Silos.
Abandonado durante casi 50 años, un grupo de motivados crea en 2015 la Asociación Cultural Sad Hill y reconstruyen a lo mecagüen la localización (más de 5.000 lápidas y cruces) y toda su escenografía, tal como la concibieron los directores artístico y de producción, español por cierto. Sad Hill pasa a convertirse en un centro de peregrinaje para weirdos del spaghetti western y, por extensión, para todos los amantes del cine. Toda esta saga/fuga está contada al detalle en el multipremiado documental Desenterrando Sad Hill (Guillermo de Oliveira, 2018) que, por cierto, se reserva una gloriosa sorpresa final.
Según el sismógrafo del nerdismo sadhilense, nosotros hicimos una visita moderada, escala 4,5: únicamente lucimos unas gorras conmemorativas serigrafiadas, BR Nº1 puso el Iphone a todo trapo con la antológica banda sonora de Ennio Morricone, BR Nº3 se arrodilló ante la tumba (de atrezzo) del viejo Clint y se persignó y, para terminar, en una brillante idea de los BR Nº2 y 5, hicimos un pequeño happening apuntándonos con pistolas en forma de dedo índice en el círculo del infierno del duelo a tres final. Si todo esto te parece una fricada, es que lo es.
Después de esos momentos de evasión y tras un agradable almuerzo en francachela con mignardises de la zona que hubieran hecho ahorcarse, como Tuco, a la asociación vegana de Castilla y León, nos pusimos manos a la obra. A trabajar. Tocamos bastantes temas acumulados; entre ellos, una solicitud de admisión a nuestro club que llevaba tiempo encima de la mesa. Tras duras deliberaciones entre estos cinco hombres sin piedad, consideramos sustituir la compra de acciones por un par de pruebas: una teórica con sencillas preguntas tipo “¿Quién fue el director de fotografía del primer cortometraje de Lars Von Trier?” y una tarea práctica consistente en hacer una recreación en público (nunca imitación) de los andares reptilianos de Clint Eastwood. Poca cosa. La edad nos ablanda.
Para finalizar, una sobria despedida, la hoja de ruta con próximas acciones estratégicas y cada pájaro a su nido, desparramados ellos por la mitad norte de la Península.
No he hablado del tema con ninguno de los Blade Runners desde entonces, pero tengo la certeza de que, en el viaje de vuelta, todos teníamos los mismos pensamientos, como en un montaje paralelo de esos que tanto le gustan a Coppola.
Sad Hill es un camino, un peregrinaje interior que acaba, inevitablemente, con una pregunta: “-¿Qué hago yo aquí? Dame una razón que justifique un viaje de más de 200 km a un páramo artificial reconstruido como la Römer Platz de Frankfurt.”
Solo tengo una respuesta: por la opción fundamental.
Sad Hill no representa un lugar físico, eso lo sabes. Llámalo estado mental, cobijo emocional, la proyección de una manera, la mía, de estar en un mundo al que las capas freáticas de la vida (estudios, familia, trabajo, decepciones, ilusiones, amigos de la madurez y de toda la vida) no han erosionado. Se ama con franqueza, de frente, y sin duda ninguna, como la opción fundamental: nada ha cambiado en casi cuarenta años. Sigues usando para tus reuniones con las Big Four la carpeta del colegio forrada con ironfix y con fotos sacadas de los Fotogramas que han sobrevivido a media docena de mudanzas y ahí están, en el salón, intocables y a salvo de un Fahrenheit 451 marital, junto con los recortes de las críticas de Antón Merikaetxebarria en El Correo, de quien aprendiste maravillosos palabros como “destajista”o “subproducto”. No sigo porque ya estoy en pelotas.
Para completar mi auto hagiografía, diré que las demostraciones identitarias me dan cringe y procuro no ponerme a la cola de nada. Excepto con el cine: un taller de siete horas sobre Kubrick, mis Cine con Tertulia, leerme simultáneamente dos biografías distintas (no lo hagáis nunca) sobre Kate Hepburn para ver si me convencen, por aplastamiento, de que su relación con Spencer Tracy no fue un hype de los grandes estudios, comentar el manifiesto de Tarkovsky Esculpir el tiempo, con desconocidos (tampoco hagáis esto nunca, niños) o este viaje íntimo a Sad Hill con un grupo de afines a mí con los que, con solo mirarnos a la cara, sabemos de nuestro vértice luminoso.
No sé con qué alforjas llegaré al final, pero dudo mucho que mi opción me abandone. Lleva conmigo demasiado tiempo y nos conocemos bien. El cine íntimo, el propio e inextricable que no es ni la industria, ni el brillo, ni los mercados, ni los festivales, ni los Oscar. Está más adentro, y es tan visceral y atávico que da hasta pereza explicarlo. Ellos ya lo saben. Compartimos una rotura de la realidad propia, aunque a uno le pirre Interstellar y tú odies a Nolan.
Sad Hill soy yo. Sad Hill somos todos, como mis Blade Runners, los que estamos atravesados por una opción fundamental que es tan tuya como el primer amor o la primera borrachera y está cosida a tu alma. La nuestra es, además, puramente visual y permite recrearla de mil maneras, con el género que elijas, los actores y la historia. A veces te sentirás incomprendido (“A tí te gusta mucho el cine, ¿verdad.? -No: a mí me gustan los chipirones en su tinta; el cine soy yo”), pero la fuerza gravitacional de ese planeta en el que vives no te dejará abandonarlo. Aunque cada hora sean siete años.
Sad Hill soy yo. Sad Hill somos los Blade Runners. Pero Sad Hill también eres tú, incluso si tienes la desgracia de que no te guste el cine.