Hubo un instante -quizás durante Thunder Road, o cuando el cielo se partió en dos justo antes de The Rising– en el que todos supimos que aquello era algo más que un concierto. Era otra cosa, eso que siempre es cuando hablamos de Springsteen: un conjuro, una ceremonia de redención colectiva a base de guitarras, sudor y memoria. Bruce Springsteen terminó su doblete en Donostia este martes, 24 de junio, con la solemnidad de un viejo dios del rock que viene a ofrecernos un lugar en su historia.
El 21 de junio abrió la primera cita con No Surrender, y algo en su voz -áspera, viva, urgente- nos devolvió a ese lugar del alma que solo los grandes conciertos son capaces de tocar. La E Street Band era una extensión de su cuerpo, y el público, una marea cálida que lo arrastraba todo. El estadio entero, con la brisa del Cantábrico colándose entre los focos, parecía respirar al ritmo de sus canciones. En un momento se detuvo y habló para decir que su país se desangra de corrupción y odio, y que no se puede mirar hacia otro lado (el tema resuena también en España). No es nuevo en él: lleva toda la vida denunciando con su guitarra lo que muchos callan con trajes.
Sus canciones llegaban al público como una explosión de adolescencia perpetua. Había jóvenes que escuchaban a Springsteen como si acabaran de descubrir el rock, y había ancianos que lo veían con la devoción de quien regresa a casa después de años en el exilio. Porque Springsteen no es nostalgia, es la raíz: lo que fuimos, lo que somos y lo que tal vez aún podamos ser.

Pero fue el 24 de junio cuando Anoeta dejó de ser un estadio para convertirse en un poema eléctrico. Llovía y no era una lluvia discreta de norte. Rayos, truenos, el escenario parado durante unos minutos y un silencio tenso. Y de pronto, como si el universo mismo le devolviera el favor a quien tantas veces ha cantado a la esperanza, volvió. Mojado, desafiante, libre.
La segunda parte del concierto fue casi irreal. Tocó Growin’ Up como si hablara de todos nosotros. El público -más de 40.000 almas empapadas– no dejó de cantar ni un solo verso. I’m on Fire, Darkness on the Edge of Town… todo fluyó con una precisión emocional que solo tienen los músicos que han amado y perdido, que han trabajado, que han visto cómo la historia les pasaba por encima y aún así han seguido tocando.
Y entonces, Tenth Avenue Freeze-Out, y con ella el recuerdo de Clarence Clemons, de Danny Federici, de todos los fantasmas que lo acompañan desde hace décadas y que, esa noche, parecían estar ahí también, bajo la lluvia, aplaudiendo desde alguna parte.
Springsteen hace patria sin banderas, sin fronteras, donde cabemos todos los que aún creemos en la belleza de una canción bien tocada, en el poder de unas palabras sinceras y en la necesidad de seguir luchando aunque no sepamos muy bien por qué.
Donostia lo entendió así. No había más que mirar a los que salían del estadio con los zapatos empapados y los ojos brillantes. Y así, con la luna asomando tímida sobre el Monte Igueldo, The Boss se despidió. Saludó, sonrió y se fue con la guitarra al hombro y la certeza de que, al menos en España, sigue siendo el Jefe.