Kathryn Bigelow ha vuelto al terreno que domina: el de la tensión pura, sin respiro ni concesiones. Una casa llena de dinamita —su nueva película para Netflix— enfrenta al espectador con aquello que casi nunca se quiere mirar de frente: la posibilidad real de un ataque nuclear. No hay sátira, no hay ironía a lo Kubrick; aquí todo es pesadilla contenida en tiempo real, un procedimiento narrado con precisión quirúrgica que convierte cada minuto en una cuenta atrás insoportable.
La historia se articula en torno a los 18 minutos que transcurren desde que los radares detectan un lanzamiento inesperado en el Pacífico hasta el impacto proyectado en Chicago. Dieciocho minutos repetidos desde distintas salas de control, despachos oficiales y teléfonos móviles improvisados en videollamadas, todos al borde de la histeria. El dispositivo visual es reconocible: grandes pantallas con mapas de alerta que bajan de Defcon 2 a Defcon 1, filas de mandos enfrentados a decisiones imposibles y un mosaico de rostros desencajados que transmite impotencia.

El reparto sostiene la gravedad del relato. Idris Elba encarna a un presidente que recibe la noticia mientras realiza una visita escolar; Rebecca Ferguson es la analista de inteligencia que aporta racionalidad en medio del caos; Tracy Letts da vida al general que presiona por un contraataque inmediato, y Jared Harris, como secretario de Defensa, introduce el drama íntimo al descubrir que su hija se encuentra en la ciudad amenazada. A su lado, secundarios de lujo —Gabriel Basso, Jonah Hauer-King— completan el fresco coral de militares, asesores y funcionarios atrapados en el dilema de responder o no a un ataque que quizá nunca debió producirse.
Bigelow no inventa el género, pero lo lleva a un extremo contemporáneo: el del desconcierto absoluto. En la Guerra Fría, la lógica de la destrucción mutua garantizaba al menos un siniestro equilibrio; aquí lo que aterra es la falta de certezas. ¿Quién ha disparado el misil? ¿Es un error, una provocación o un gesto desesperado? ¿Responde Estados Unidos y arriesga la tercera guerra mundial, o acepta la destrucción de una de sus grandes ciudades? Esa ambigüedad, sostenida por el guion de Noah Oppenheim, es el corazón del film.

El pulso visual recuerda a En tierra hostil y La noche más oscura: planos cerrados, montaje seco, rostros bañados en luces frías, cuerpos que parecen actuar dentro de un escenario ceremonial y al mismo tiempo inútil. Bigelow subraya el contraste entre los titulares banales que aún aparecen en pantalla —“el precio del alquiler se dispara”— y la inminencia del cataclismo. Esos destellos del mundo cotidiano, que sigue como si nada, son lo que más hiela la sangre: el recordatorio de lo frágil que resulta todo.
¿Hay momentos melodramáticos? Sí, y quizá lo son también las discusiones militares entre acrónimos y protocolos que parecen teatrales. Pero justo ahí está el acierto: la sensación de que incluso en el poder supremo todos actúan como personajes de una obra escrita hace décadas, incapaces de improvisar frente a lo impensable. Bigelow muestra cómo el ritual —uniformes, pantallas, códigos— se convierte en un disfraz inútil cuando la amenaza deja de ser hipotética.
Una casa llena de dinamita es, en definitiva, un regreso aterrador de una directora que nunca ha tenido miedo de incomodar. Bigelow entrega un thriller sin salida, donde lo insoportable no es solo la detonación que se avecina, sino la constatación de que nadie sabe quién la ha iniciado ni quién podría detenerla. Un cine político en estado puro, que obliga a mirar de frente lo que preferiríamos mantener invisible. Una de las mejores películas del año.