El humo blanco apenas se disipaba y ya se podía sentir en el aire algo más que incienso: un cambio de estilo, de tono, quién sabe si también de guion. León XIV apareció en el balcón central del Vaticano no solo como el nuevo Papa, sino como un símbolo en sí mismo. Su presencia estaba envuelta en tejidos cargados de historia y significado: la muceta roja, el fanón, la estola con leones y querubines.
La elección no fue casual. En el Vaticano, nada lo es. La muceta -esa capa corta de terciopelo rojo que cubre los hombros- había sido dejada de lado por Francisco. Ahora volvía, bordada en hilo de oro, sobre una sotana blanca impoluta. El fanón, una especie de esclavina rayada en blanco y oro, cayó sobre sus hombros como un eco de los siglos. La estola, larga y solemne, estaba adornada con símbolos del poder espiritual.
A diferencia de Francisco, que en 2013 apareció sin estola, sin muceta y con una cruz sencilla de metal, León XIV abrazó desde el primer instante la estética papal más tradicional. Donde el Papa argentino había optado por la sobriedad y la cercanía, su sucesor norteamericano eligió la solemnidad y el rito. Francisco se despojó de ornamentos; León XIV los ha recuperado. Y en ese gesto, hay algo más que gusto personal: hay un mensaje.
Los expertos en simbología vaticana no tardaron en reaccionar. La ropa papal no es una cuestión de moda, sino de significado. Cada pieza tiene un valor histórico y litúrgico. El roquete de lino, el solideo blanco, la cruz pectoral dorada, los zapatos rojos o negros… todo comunica algo.
¿Reforma o restauración? Aún es pronto para saberlo. Pero la imagen del nuevo Papa ha dejado claro que no ha venido solo a rezar, sino a significar. A marcar un rumbo. Y si bien en sus palabras apeló a una Iglesia “misionera, acogedora y sinodal”, la forma en la que se mostró al mundo dice que también busca enraizar su pontificado en la tradición. No como una vuelta al pasado, tal vez, sino como una forma de mirar al futuro desde lo eterno.
La comparativa fue inevitable y corrió por las redes con velocidad bíblica. Francisco y León XIV encarnan dos maneras de entender el mismo rol. Uno reformador desde la austeridad; otro restaurador desde la liturgia. Dos estilos, una misma misión: guiar a la Iglesia en tiempos inciertos.