Siempre he sido defensora del mundo digital. Cuando mis padres se frustraban con alguna compra online, o mis abuelos me pedían que les imprimiese sus billetes de tren porque no se fiaban del móvil, yo salía en defensa de la era moderna: todo es más rápido, más cómodo, más eficiente. ¿Quién necesita cosas físicas cuando puedes pedir la compra desde el sofá, pagar con el reloj, firmar contratos por mail y subir a un avión enseñando un código QR en la pantalla del móvil?
Pues bien: han bastado un par de semanas de caos digital para que me replantee todo. Estoy agotada. Y, sinceramente, me vuelvo analógica. Por rabia, por salud mental, y porque ya no puedo más.
Hace unas semanas compré unos pantalones online —marca extranjera, caros, de esos que te convencen con un “última unidad disponible” y que tú te crees como si fuese una señal divina. Los pagué, recibí el email de confirmación, y luego… nada. Silencio. Ni número de seguimiento, ni actualización, ni rastro.
Después de insistir, me dijeron que sí, que el pedido había salido hacía días, pero que no habían activado las notificaciones. Maravilloso. Al poco, recibo un mensaje de DHL: “Tu paquete se entrega hoy”. Bien. Pero al día siguiente, cuando abro el tracking, leo: “Entregado con éxito”.
¿Perdona?
Me meto en la web y veo un documento firmado —digitalmente, eso sí— con mi nombre, mi dirección… y una firma que no se parece ni remotamente a la mía. Nadie llamó. Nadie tocó el timbre. El paquete, oficialmente, había sido entregado a una María alternativa en otra dimensión.
Escribí a la marca. Cada día me contestaba alguien distinto, con el típico tono amable de call center que suena a “te entiendo, pero no pienso mover un dedo”. Llamé a DHL, me comí el menú de opciones, el robot, la musiquita, la espera… y nada. Me dijeron que abrían una incidencia y, como era de esperar, nunca más se supo.
Dos días después, el paquete apareció en la portería como por arte de magia. Sin explicación, sin nota, como si todo hubiese sido un sueño. Todavía no sé quién firmó como yo. Ni por qué.
Esa misma semana, mientras intentaba descifrar el misterio de mis pantalones, intenté alquilar un coche a través de Booking. La web de la empresa de alquiler decía que aceptaban carnet de conducir digital. Pero cuando me metí a leer la letra pequeña en Booking, ya no quedaba tan claro. Como no me quería arriesgar a que no me diesen el coche el día del viaje, intenté llamar para confirmarlo. Error.
Estuve media hora repitiendo “hablar con un agente” como si fuese un conjuro. Todo lo que conseguí fue que la centralita me mandara de un menú a otro mientras yo, en bucle, perdía la fe en la humanidad. Llegó un punto en el que me pregunté si realmente había alguien humano trabajando en Record Go o si todo el servicio estaba gestionado por robots. Porque no es que fuese difícil hablar con una persona: es que directamente no te daban la opción.
Al final, cancelé todo y fui a lo clásico: ir a la oficina de la empresa de alquiler de coches, hablar con una persona con cara y voz, y salir de allí con las llaves en la mano. Cinco minutos de gestión.
Y ya, esta última semana ha sido la gota que ha colmado el vaso. He de decir que llevo ya tiempo siendo reticente a pedir Uber, porque siempre tengo la sensación de que los conductores apenas tienen que cumplir requisitos mínimos. En cualquier caso, como ese día llegaba tarde y no encontraba ningún taxi, pedí un Uber para llegar a mi reunión. Tiempo de espera: 15 minutos… “bueno”, pensé, podría ser peor.
Angustiada porque no tenía mucho tiempo, fui monitorizando el avance de mi Uber en la app… Cada vez que hacía un giro raro, el contador de tiempo aumentaba como si fuese una cuenta atrás al revés. El conductor se perdió, se metió por calles que no eran, me llamó diciendo que no me encontraba… y cuando parecía que había llegado a mi calle, me pasó de largo, mientras yo le saludaba desde la acera como una idiota. Finalmente, canceló él mismo el viaje… y me dejó tirada.
Cerré la app y a los 10 minutos acabé consiguiendo un taxi. Está decidido: a partir de ahora, solo taxi. Con conductores que se saben las calles de Madrid como la palma de su mano, y que te van contando curiosidades durante el trayecto. Ni algoritmos, ni mapas que se inventan atajos, ni conductores que parece que juegan al Mario Kart.
Lo peor no es que falle el sistema. Es que cuando falla, no puedes hacer nada. No hay nadie al otro lado, ningún número donde te coja el teléfono una persona de carne y hueso. Todo está automatizado, “eficientado” y optimizado. Y mientras tú intentas resolver algo básico, solo obtienes mensajes genéricos, formularios circulares y un chatbot que te dice que entiende tu frustración y acto seguido pregunta si tu duda ha sido resuelta mientras tú gritas a la pantalla que NO. Lo que supuestamente era más cómodo, acaba siendo muchísimo más desesperante.
Así que sí: me vuelvo analógica, al menos durante una temporada. No porque odie la tecnología —me encanta cuando funciona— sino porque me niego a seguir firmando paquetes que no he recibido, gritando “AGENTE HUMANO” al móvil como una loca en plena calle, o quedándome tirada porque mi conductor no sabía leer un mapa.
Voy a probar a ir más a la tienda física, a probarme los pantalones en directo, a alquilar el coche en persona y firmar con un boli de propaganda o parar un taxi levantando la mano, como toda la vida. Será menos “smart”, pero al menos sé que funciona. Y si algo va mal, puedo mirar a alguien a los ojos y preguntar qué narices ha pasado.
¿Que tardo más? Sí.
¿Que me siento como una señora del 2003? También.
¿Que parezco mi madre cuando dice que lo de antes era mejor? Absolutamente.
Pero al menos no termino pidiendo perdón a un chatbot por perder los nervios.