Opinión

Piel y huesos

Imagen de la modelo anoréxica Isabelle Caro, retratada desnuda para la campaña No Anorexia de la empresa de Padua Nolita
Actualizado: h
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De todo lo espantoso que podíamos rescatar de los años noventa he aquí de regreso, en sus pasarelas, en las alfombras rojas, en las campañas de publicidad, la extrema delgadez. Sí, ha vuelto. Pensé, por unos meses, que quizás era una casualidad, una manera de incluir a muchachas muy delgadas y a efebos exagües en la ola de aceptación de modelos corporales variados. Quizás una forma de no renunciar del todo a esa estética, quién sabe. La mente humana se aferra de maneras muy extrañas a la esperanza.

Pero no, los catálogos de grandes marcas online, que se están volcando en las rebajas de verano, no dejan mucho espacio para la duda. De repente, los cuerpos han menguado. Han regresado las clavículas afiladas, las caderas desaparecidas, los muslos separados como columnas frágiles. Los feeds de las redes sociales, que ya bullían con ejercicios, ayunos y trucos, ahora se enfocan directamente en la pérdida de peso, el antes y el después. Muchas de esas cuentas atrapan a las chicas con el culto a la estética coreana: pero da igual. Quienes vivimos los noventa sabemos exactamente de qué se trata: es el regreso del heroin chic, del culto a la fragilidad, de la feminidad disuelta en una delgadez espectral.

Yo lo viví. A solas, como entonces se estilaba. Vi cómo mis compañeras de instituto comenzaban a contar calorías como quien reza. Cómo aprendimos, demasiado pronto, a tenerle miedo a la comida, comida buena, comida mala, y a nosotras mismas, que cambiábamos, crecíamos, engordábamos, ocupábamos demasiado espacio. El cuerpo no era un hogar, ni un medio para que sintiéramos el placer, la alegría, la vida, todo lo que nos esperaba, sino un campo de batalla. Y nadie nos dio armas. Las unidades de trastornos alimentarios tardaron años en llegar, nos las arreglamos con recursos casi inexistentes, diagnósticos tardíos, en el mejor de los casos. Nos dijeron que era una moda, una manía de adolescentes. Que se arreglaba con un plato de garbanzos y una bofetada. Nos dejaron solas. Algunas no sobrevivieron, otras han arrastrado problemas en todo lo referente a la alimentación, el cuerpo o la autoestima durante décadas.

Y ahora, sin haber resuelto aquello, sin haber hecho memoria ni justicia, sin haber construido herramientas públicas prevengan y acompañen, permitimos que regrese. Ahora, además, con instrumentos terribles: el Ozempic y la implacable observación colectiva que brindan los medios, las páginas digitales, las propias contradicciones de las adultas, que no sabemos muy bien qué hacer con el nuevo modelo femenino y con nuestro proceso de envejecimiento, y lo rentable que sale la insatisfacción personal.

El canon de belleza femenina ha variado de nuevo. No solo en su talla: también en presencia. Se promueve una imagen que encaja sospechosamente bien con la fragilidad que se espera de nosotras. La mujer que no ocupa espacio. La que no molesta. La que no impone. La que se desvanece del espacio social La que está harta del feminismo, de las reivindicaciones, la que desea ser madre, madre de muchos hijos, esposa, la protección y el calor del hogar. Esgrimen ese modelo como arma contra el resto de las conductas familiares, como prueba del fracaso de las luchas de los años anteriores. Enfrentan a mujeres contra mujeres, algo a lo que entramos al trapo con sospechoso entusiasmo.

Olvidad la estética, pensad en política. Una mujer que mengua es una mujer menos peligrosa, agotada en su propia búsqueda de perfección, que gasta tiempo y recursos en sí misma en nombre del autocuidado; en realidad, de manera consciente o no, persigue el llamado body exclusivity, la apariencia vista como una forma de estatus. Su cuerpo como única forma de poder. Y quienes definen qué cuerpos “merecen” visibilidad, amor, empleo, atención médica o deseo, también están decidiendo quién queda fuera. La “exclusividad corporal” es una potentísima herramienta de control cultural. Y en un momento en que las ideologías más reaccionarias avanzan como fuego sobre hojarasca, resulta conveniente que nuestras jóvenes se ocupen en odiar sus cuerpos en lugar de en intervenir en el mundo o, al menos, que se dispersen con eso. Que inviertan su energía en transformarse en lugar de en todo lo que les permitiría acercarse un paso más al otro tipo de poder..

Tras la pandemia, hemos visto un repunte brutal de los problemas de salud mental entre adolescentes. Aislamiento, ansiedad, depresión y, muy especialmente, trastornos de la conducta alimentaria. Y ahí, en esa vulnerabilidad, se cuela de nuevo el discurso del control corporal como forma de supervivencia, como falsa agenda. El mensaje sigue siendo muy claro: si todo se desmorona, al menos posees control sobre algo, sobre tu cuerpo. Al menos puedes ser flaca. Al menos puedes ser deseada.

Sé de lo que hablo. Sé exactamente de lo que hablo. Lo he vivido con dolor y horror, le he dedicado tres libros. El último, Quería volar, sigue siendo un manual básico para afrontar qué supone un trastorno de la alimentación. Créedme, no queréis pasar por eso, nada es tan espantoso como lo que inventamos para evitarlo.

Y las redes sociales —ese escaparate inagotable, el rulo infinito— amplifican las consignas dañinas, esparcidas por enfermas genuinamente convencidas de estar haciendo lo correcto. Nos venden una imagen de poder femenino que pasa por la autodestrucción envuelta en filtros y etiquetas. La fragilidad como virtud. El hambre como decisión empoderada. Mientras tanto, los servicios públicos se desmoronan, las listas de espera crecen, el sector privado dedicado a los TCAs se hace de oro mientras ocupa ese hueco, y se sigue sin hablar con seriedad de prevención, de diagnóstico precoz, de educación emocional, de autoestima con algo de raíces.

No iré más allá, por hoy. Hoy se trata de preguntarnos por qué, precisamente ahora, se vuelve a glorificar un tipo físico que históricamente ha sido sinónimo de sometimiento y autocastigo. Se trata de entender qué narrativas se están activando y a quién sirven. Se trata de hacer solo un artículo. Es un llamamiento. A las madres, a las profesoras, a las periodistas, a las creadoras de contenido. A los hombres, si quieren demostrar por una vez que esto les interesa mínimamente. A quienes tienen voz, tribuna, influencia. Es urgente que hablemos, que recordemos lo que pasó. No dejemos que las nuevas generaciones crean que esto es nuevo, o inofensivo, o inevitable. Hay un verdadero peligro en que no que no miren atrás, en que no sepan hacerlo. La ignorancia de la historia, de nuestro propio cuerpo y de su conquista, nos condena a repetir la derrota.

No podemos permitirnos desaparecer ni que desaparezcan. No ahora. No después de todo lo que ha costado ocupar este lugar. Presencia, visibilidad, nombre y cuerpo: esas siguen siendo nuestras trincheras. No son cómodas, las trincheras nunca lo fueron. Pero fuera, ah, fuera está la guerra.