Este 2025 la directora estadounidense Sofia Coppola está protagonizando una vuelta a los titulares gracias a dos proyectos que confirman su inconfundible sensibilidad visual y su interés por las historias diferencialmente íntimas y personales. Por un lado, el estreno de su primer documental, Marc by Sofia, centrado además en la figura del diseñador y muy cercano amigo Marc Jacobs, y que promete un retrato cercano y elegante del creador dentro de una narración que exploran el proceso creativo dentro de la moda y la propia identidad. Además, Coppola se confirma como productora en el filme de Andre Furham Fairyland, con una historia protagonizada por Emilia Jones y Scoot McNairy y basada en las memorias de Alysia Abbott sobre la historia de una joven que crece en el San Francisco de los años setenta junto a su padre gay y que, no cabe duda, será un retrato sobre la familia, la pérdida y la identidad bajo la sensibilidad que caracteriza la mirada de la americana.
Con estos proyectos a las puertas de su estreno, la cineasta revisita así su relación con el mundo del arte, la moda y también con el pasado (colectivo y personal) mientras reafirma su relevancia una vez más, con su personal (y femenino) lenguaje cinematográfico como el mejor valor añadido para el éxito. Porque hablar del trabajo de Sofia Coppola también pasa por adoptar la dialéctica de una particular estética reconocible al instante: cortinas que filtran una luz opaca, habitaciones silenciosas u chicas que suspiran mientras se preguntan sobre su futuro con una canción de Air o The Cure de fondo. También la de advertir un hecho irrefutable: la directora de cine, guionista, directora creativa y musa de Chanel, además de la hijísima de Francis Ford, es, curiosamente, la más famosa de entre su clan cineasta.
Muchos argumentarán que la suerte ha jugado un papel decisivo en esto, otros que su educación artística es más notable (y se transpira de forma más evidente en sus títulos) y otros, que es un cúmulo de factores encumbrados por el buen ojo y el tremendo buen gusto que se gasta la menor de la familia Coppola. No en vano, Sofia estudió pintura y fotografía en el California Institute of the Arts, conocida por su enfoque experimental y ampliamente creativo, tras lo que se matriculó en el FiT neoyorkino (Fashion Institute of Technology, por sus siglas en inglés). Aunque completó el programa, esta experiencia le dio una nueva perspectiva sobre el diseño de moda, colaborando con marcas como Marc Jacobs y plasmando en sus esa visión introspectiva tan particular (hecha a base de su background en arte, moda y fotografía) que tan evidentemente se refleja en sus proyectos previos antes de su incursión en el cine; desde su fugaz marca propia de moda Milfred, que lanzó en el 94, hasta los vídeos y colaboraciones que dirigió (para The White Stripes o The Flaming Lips).
Sin embargo, hay quienes aún ven en la visión de la heredera Coppola un cine “de chicas” o exclusivamente “para chicas”. De hecho, a menudo se califica su estilo como marcadamente ‘femenino’ (o girly, por su definición en inglés), obviando que lo radicalmente diferencial (y visualmente refinado) suele contener también un fuerte componente de emoción subyacente y resiliencia. Como todo lo unido a las mujeres y este género, históricamente se ha desdeñado como frágil (y en ocasiones también superfluo) todo lo reñido con la ‘feminización’ de los discursos, a pesar de alojar generalmente un espíritu de revelación profunda, que (en el particular caso de Coppola) se desvela a lo largo de las historias y en la evolución palpable en sus personajes.
Es el caso de Priscilla, uno de sus últimos éxitos sobre la figura de Priscilla Preysley, pero también de su debut con la adaptación de la novela homónima de Jeffrey Eugenides The Virgin Suicides (1999), donde reflexiona sobre cuestiones como la mirada masculina, la mitificación de la adolescencia o el vacío emocional, o el biopic de Marie Antoinette (2006), donde la directora usa los tonos pastel y elementos como los pasteles y los macarons como un recurso más allá de lo puramente decorativo, sino como un medio de contar el vacío y la alienación de unos jóvenes personajes convertidos en símbolos prematuramente. Mientras, en el caso de Lost in Translation, es la armonía visual la que traslada esa sensación de desconexión emocional y universal que tan bien conecta el otro lado de la pantalla.
Y es que, más allá de lo puramente estético, el de Coppola también es un caso de construcción de la feminidad desde unos entornos de privilegio que también son sinónimos de encierro o incomunicación. No es arriesgado decir que muchas de sus protagonistas viven en una imperceptible e imperfecta soledad, que contrasta con esa ‘aniñada perfección’ a simple vista, y con la presión social y el deseo añadido de libertad que viven las adolescentes o mujeres de otra época. Como dijo The New Yorker en un reciente perfil sobre la directora: “Sus protagonistas habitan entre el lujo y el encierro, observadas, idealizadas y, a menudo, incomprendidas”. Por su parte, la editora sénior de cine Alissa Wilkinson escribió tras el estreno de Priscilla que las heroínas de Coppola “están rodeadas de gente y se sienten terriblemente solas, envueltas en una jaula visible solo para ellas; (…) aunque sienten el derecho de estar ahí, están solas y, en cierto sentido, atrapadas”.
Más allá del diluvio de todas las tendencias estéticas más recientes – coquettecore, cottagecore o balletcore—, el reconocimiento legítimo de la infancia femenina es sorprendentemente reciente. “Hasta principios del siglo XX, las niñas vestían igual; solo en la década de 1950 surgió la ‘adolescente’ como una categoría diferenciada, fabricada en gran medida por empresas de ropa que detectaron su potencial comercial. Antes de eso, las adolescentes se deslizaban torpemente entre ropa infantil grande o prendas demasiado pequeñas para adultos, y todas expectativas que eso conllevaba”, dice la periodista Madeleine Rothery con motivo de la última exposición del MoMu de Amberes titulada Girls: Boredom, Rebellion and Being In-Between (hasta el 1 de febrero) y que rescata a la palabra del cliché anulador, enmarcando la adolescencia como un “crisol de fuerza, autoinvención y autonomía”. No sorprende, entonces, que el trabajo de Coppola conviva en la muesra con el de la diseñadora británica Simone Rocha o la artista Louise Bourgeois.
Gracias a muchas de estas figuras, más de una generación ya ha entendido que lo sutil también puede ser profundamente importante, e incluso político. “Siento que tengo un punto de vista femenino y me alegra compartirlo”, dijo la propia Coppola en su última entrevista con The Guardian. “En mi primera película quería hacer algo para adolescentes, pero luego vi las películas que hacían para ellas y pensé: ¿por qué no pueden tener una fotografía hermosa? ¿Por qué no deberíamos tratar a ese público con respeto?”
Elisa de Wyngaert, curadora de muestra en la institución belga, no deja lugar a dudas: “Siempre pasamos por alto a los adolescentes. Sin embargo, son el grupo con más dificultades y sus recuerdos son siempre los más nítidos porque son hiperconscientes de cómo los perciben los demás”. Quizá por eso, Coppola reniega permanentemente de la idea de “feminidad perfecta” (de todas también inexistente), adoptando la de “la experiencia femenina en toda su complejidad: desde la confusión hasta la belleza, con todas sus contradicciones”. Este proceso, tantas veces obviado o desterrado de los discursos populares y de la cultura del cine, es hoy un elemento tan poderoso como revelador para la construcción de historias y perspectivas que han sido históricamente silenciadas, desde el arte al mundo de los visuales.
Alba Correa, periodista y colaboradora de Vogue España, El País o elDiario.es, vincula los códigos masculinos con el poder como producto de unos espacios que los hombres han ocupado y retenido tradicionalmente en las últimas décadas, y que se ha visto reflejado directamente en un estilo que la moda y la cultura popular han adoptado sin rechistar como el ‘estilo de los negocios’ y sus derivados (el como suitcore, office core…), con todas sus consecuencias. “Asumir los códigos estéticos de lo masculino sin dejar de ser la chica perfecta del anuncio ha sido nuestra tarea desde que dejamos de coser y cantar. Como un rito iniciático, dejar atrás la purpurina, las emociones, el rosa y las faldas de vuelo, la vulnerabilidad y las dudas, era un paso necesario antes de asumir cualquier responsabilidad en el mundo capaz de igualarte con tus colegas varones”, argumenta Correa en su tema para Vogue.es Todo lo rosa que hay en el feminismo. “(..) Hay un premio por abandonar tu feminidad en la puerta, hay una condición para que te dejen formar parte del juego de poder, y esa condición pasa por rechazar la herencia de lo femenino, la historia de dolor y emoción de los seres femeninos que han habitado el mundo. Pasa por ahogar un mundo de sensibilidades que han sido vedadas para el poder masculinizante”, subraya.
“Es evidente que hay una asociación entre lo femenino, y los seres que se manifiestan como tales (que no solo tienen porqué ser mujeres) con la fragilidad, producto de una mirada patriarcal. Esto ocurre porque los valores asociados como femeninos se ven como signos de debilidad, por lo que todo aquello asociado a lo cuidado, los sentimientos y la preocupación más estética no solo son cosas que apenas tienen valor sino que se ven como una distracción de los asuntos importantes que rigen el día a día”, nos dice en conversación Correa. En esto apela a múltiples ejemplos en la historia, como los Beatles, que “pasaron a ser una banda de adolescentes enloquecidas a la ‘mejor banda de la historia’ desde el momento en el que los hombres se detuvieron a apreciar su valor de su propuesta escénica y su música”. Sin embargo, y tal y como describe la periodista, esto no ha sido una constante histórica, ya que es en el s. XIX (en los albores del capitalismo que nos rige) cuando se produce esa separación entre la estética, que cae del lado de lo femenino, “mientras que a los hombres (que hasta ese momento son los early adopters de la moda por antonomasia) se quedan con la idea de que no deben preocuparse por la estética y de que deben ser lo más sobrios y ‘masculinos’ posible”, sumado a otros factores más residuales como la visión del Romanticismo, “que retrata entonces a personajes femeninos sensibles y frágiles en salud”.
Evidenciado el rol de ostentación que la mujer ha representado para el varón a través de su vestimenta (“ya que a este no le estaba permitido exhibirse del mismo modo”), esa mujer ‘ama de casa’ se ha ido convirtiendo en “un objeto necesario y clave para el capitalismo moderno” porque, tal y como razona la periodista “alguien tenía que convertir en beneficio todo lo que esos hombres en esas fábricas producen”. De ahí también nace la incoherencia del mercado actual, que establece toda una economía alrededor de la mujer como consumidora (y que toma grandes decisiones de desembolso también respecto al hogar desde los años 50) y que cuya oferta de la cosmética y la dietética se diversifica para hacerla atractiva exclusivamente a ella, pero que “sigue conviviendo con una mirada patriarcal que desdeña el valor de lo femenino y sus preocupaciones”, razona Correa.
Una concepción que parece haber recuperado (y reivindicado) Miuccia Prada, quien para su última colección para la primavera-verano 2026 de Miu Miu, presentada hace unos días en Milán, ha hecho gala de los vestidos tipo batín, históricamente tan vinculados a las tareas domésticas y a su funcionalidad vinculada directamente con las amas de casa’. Una prenda de una sola pieza que tiene sus orígenes en EEUU y que fue adoptado por las mujeres de zonas rurales a finales del siglo XIX; aunque el conocido como Mother Hubbard también tuvo hizo su incursión política, vinculándose con las propuestas reformistas de la época, al igual que con las Misiones (en un casi estandarte de la occidentalización).
Más adelante, nombres como Nell Donnelly Reed o Claire McCardell fueron las artífices de que el diseño original de esta prenda evolucionase mano a mano con el ready-to-wear y el American Look en los años 40. Tal y como apela la historiadora de moda Valerie Steele, el concepto de “vestido de ‘esposa” era el principio fundamental de la moda de los 50, siendo esta una parte de la política conservadora en esa década y comienzos de los 60 (en lo que Steel define como “la era de la mística femenina y el regreso a estrictos roles de género en los que se suponía que la mujer debía vestir como mujer y los hombres como hombres”).
Así, e instigada por ese trasfondo ideológico, los tea dresses de la época se convirtieron también en las ‘batas de trabajo’ de las mujeres en esa década. También en España, donde la mayoría de mujeres eran quienes se confeccionaban sus propias batas, o las encargaban en pequeños talleres y grandes almacenes. Entonces, y portadas por las clases más trabajadoras (ya que en las burguesas estaban reservadas para el servicio) su uso se democratizó como consecuencia de salir también del hogar; del campo, a los recados en la calle o al mercado. Su fin de adaptarse a la larga (además de exclusivamente femenina y doméstica) jornada de la mujer es, quizá, el elemento todopoderoso que ahora subraya desde su particular visión Miuccia Prada.
Por su parte, tal y como se explica en El Mito de la Belleza, de Naomi Wolf, la incoherencia del mercado de las últimas década, sin embargo, que sigue estando lleno de productos ‘femeninos’ que pasan casi como obligatorios para poder ser una “mujer válida” en el mundo, nos obliga a las mujeres a renunciar a ellos para poder adaptarse al contexto del trabajo con todo lo que ello conlleva; “como renunciar a la sensibilidad y ser demasiado emocional”. “De ahí también que artistas contemporáneas, como es el caso de Coppola, jueguen con el mito de la perfecta mujer liberada y reivindiquen esta feminidad en su obra”, contextualiza Correa.
Puesto en contexto, la periodista también remarca que el feminismo de la última década (y a pesar de las victorias de reivindicaciones como el #metoo y la ruptura más evidente de este techo de cristal), es lo que se ha consolidado más efectivamente en términos de mercado, dejando también de lado la reivindicación de estas estructuras previas. O lo que es lo mismo: ”Sí, hay más jefas, pero esto no significa que las estructuras sobre las que están erguidas sean más igualitarias o respetuosas”, advierte.
Ahora, tal y como reza una de las frases de su artículo para Vogue [sic], es quizá la primera vez que la revolución feminista que desde hace (pocos) años ocupa -por primera vez de forma no demonizada- el escaparate mediático “ya no teme asociarse con lo rosa, la purpurina, el tul, la organza, los tejidos vaporosos, y todo un imaginario hermanado al universo femenino”.
Oficialmente, la era de lo tradicionalmente ‘superficial’ por ser “en exceso femenino” ha acabado, y también la culpa por ello. ¿Será el momento de abrir la puerta a todo el exceso de ingredientes girly que queramos? O, como diría la directora de la muestra del MoMu: “Se necesitarán documentales, libros, cuentos y novelas de transición a la edad adulta, todos apilados juntos, para siquiera comenzar a contar una historia apropiada”. Al menos, es hora de dejar de ridiculizarnos y empezar a reconocer la intensidad de la niñez que tantas veces, públicamente, se nos ha negado.