En Lanzarote, si escarbas en el paisaje, no sale petróleo, salen casas. Casas que no se levantaron para ser mansiones ni para salir en revistas de decoración, sino para formar parte del lugar sin que el lugar perdiera su forma. Una de ellas fue la de César Manrique, en Haría. La otra, Lagomar, lleva décadas envuelta en una historia tan buena que parece mentira. Por eso todo el mundo la cree.
Empecemos por la del artista. La casa de César Manrique en Haría no fue pensada para impresionar a nadie. Fue su última casa, su refugio después de haber revolucionado la forma en la que una isla podía crecer sin destrozarse. Está en el norte de Lanzarote, donde hay más árboles que turistas, y más silencio que coches. Allí vivió sus últimos años y allí se murió, sin pompa, como vivió.
La casa hoy es museo, pero no parece uno. No hay efectos especiales ni líneas temporales. Hay una cocina, un salón, un estudio con pinceles que podrían seguir húmedos. Todo parece igual que el día en que salió por última vez. Es como si Manrique se hubiera ido a dar un paseo y volviera en media hora.
Todo está pensado para que el visitante mire a su alrededor y no diga “qué bonito”, sino “qué lógico”. Su casa es lo contrario al lujo entendido como exceso: techos blancos, piedra volcánica, vegetación local. Más que vivir ahí, parecía esconderse del ruido. Y lo logró.
Lagomar es otra cosa. Está en Nazaret, a unos kilómetros. Fue diseñada por Jesús Soto, estrecho colaborador de Manrique, en lo que antes era una cantera. Allí, donde otros solo veían piedra, ellos vieron espacio. La construyeron para que no pareciera construida, con pasillos que se pierden, escaleras que bajan y luego suben, y cuevas que ahora sirven de habitación, de bar o de restaurante.
Hasta aquí, todo normal (para los estándares de la isla). Pero en los años 70 apareció Omar Sharif. Vino a rodar La isla misteriosa, vio Lagomar y la compró. Al día siguiente, se jugó una partida de bridge con Sam Benady, empresario inmobiliario y campeón de Europa de ese juego. Perder contra él era casi obligatorio. Perdió la casa.
Así, sin metáforas. La compró un jueves y la perdió un viernes. Lo que duró su propiedad fue el tiempo que se tarda en barajar, repartir y decir “paso”. Esa historia, verdadera o no, ya forma parte de la casa. Porque no hay visita en la que no se cuente, ni visitante que no lo repita. Hoy Lagomar es museo, restaurante, bar y una excusa perfecta para perderse dentro de una roca sin tener que inventarse motivos.
Comparar ambas casas no tiene mucho sentido, pero se hace igual. La de Manrique es introspectiva, seca y sabia. La de Lagomar es teatral, escenográfica, más cerca del delirio feliz que de la reflexión. Las dos, eso sí, comparten algo esencial: están hechas sin traicionar al paisaje. No imponen. Se adaptan.
Y eso, en un lugar donde el turismo suele venir con hormigonera, es un milagro. O un aviso. Porque Lanzarote, si algo enseña, es que se puede vivir dentro de una piedra sin parecer un loco, o levantar una casa que parezca sacada de un decorado sin ofender al volcán. Y que perder una propiedad en una partida de cartas no siempre es mala suerte: a veces es el mejor final posible para una buena historia.