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Madres, abuelas, hijas, amigas… Las anfitrionas de la Navidad

La Navidad se fabrica. Y esa fábrica suele tener jefas de producción. No siempre se las nombra, porque su trabajo se confunde con el amor

Escena de la película 'La joya de la familia' (Thomas Bezucha, 2006)

En casi cualquier ciudad del mundo, la Navidad se anuncia con una estética de abundancia con guirnaldas, escaparates, mesas largas, casi interminables, y copas alineadas como promesa de armonía. Pero en la vida doméstica real, la Navidad se fabrica. Y esa fábrica, por tradición, por inercia, por costumbre familiar, suele tener jefas de producción.

No siempre se las nombra, porque su trabajo se confunde con el amor. La madre que recuerda que el primo no come marisco. La abuela que sabe cuántas sillas caben si se gira la mesa. La hija que compra el regalo de la tía “porque si no, se nos pasa”. La amiga que monta el amigo invisible, coordina horarios y, de paso, sostiene los ánimos. En sociología hay palabras para esto: trabajo no remunerado, carga mental, trabajo emocional, gestión invisible. Y en Navidad, todas se intensifican a la vez.

Los datos ayudan a aterrizar lo que muchas mujeres describen como una sensación difusa de agotamiento. Porque no es solo cocinar o limpiar, también implica anticipar. En Estados Unidos, la American Time Use Survey (BLS) muestra que, cuando realizan tareas del hogar, las mujeres dedican más tiempo que los hombres (promedios de 2,7 horas frente a 2,2 en un día en que se hace actividad doméstica), y además son mucho más propensas a estar haciendo housework en un día cualquiera. En Europa y otros países comparables, la foto no contradice ese patrón: la OCDE sintetiza que las mujeres realizan casi el doble de trabajo no remunerado que los hombres (en minutos diarios, según país y año disponible). Y a escala global, ONU Mujeres insiste en lo estructural del desequilibrio: las mujeres y las niñas dedican más de 2,5 veces el tiempo de los hombres al cuidado no remunerado, con efectos directos en empleo, ingresos y descanso.

Escena de la película ‘Oh. What. Fun’ (Michael Showalter, 2025)

En Navidad, ese desequilibrio se vuelve más visible porque el trabajo doméstico deja de ser rutinario y se convierte en evento. La casa no solo debe estar limpia, debe estar “presentable”. Y no solo se cena, se “celebra”. La presión es estética (una mesa bonita), logística (horarios, desplazamientos), afectiva (que nadie se sienta fuera), y moral (que “salga bien”). La fiesta añade una capa, la del mandato cultural de la anfitriona competente, la que convierte el caos en una escena de postal.

La economía íntima de esa postal está hecha de microdecisiones: cuántos regalos son “suficientes”; cuánto gastar sin que se note la ansiedad; qué tradición se sostiene para que la abuela no sienta que el tiempo se rompe; qué se cede para que la suegra no lo viva como una ofensa; cuánto se cocina para que sobre “lo justo”, y, a la vez, no falte. La carga mental funciona como un archivo viviente. Hay que recordar gustos, rencillas, sensibilidades, dietas, edades, presupuestos, expectativas… Y en muchos, muchísimos hogares, ese archivo tiene nombre de mujer.

Las encuestas de percepción lo reflejan desde otro ángulo. En Reino Unido, un estudio de YouGov encontró que las madres declaran más estrés navideño que los padres, con una brecha clara (por ejemplo, 62% de madres frente a 44% de padres diciendo que la Navidad es al menos “bastante estresante”). No es una prueba de causalidad, pero sí una señal consistente. Cuando se pregunta por el impacto subjetivo de la temporada, ellas reportan más tensión. Y esa tensión encaja con lo que la sociología del trabajo doméstico lleva décadas describiendo. Incluso cuando hay “ayuda”, la coordinación y la responsabilidad final tienden a recaer en la misma persona.

Escena de la película ‘Solo en casa’ (Chris Columbus, 1990)

En la práctica, “anfitriona” no es solo quien abre la puerta. Es quien organiza la coreografía para que otros no tengan que pensar en ella. Y por eso muchas mujeres no describen la Navidad como una suma de tareas, sino como un estado mental; el de estar permanentemente “en guardia”, sosteniéndolo todo para que el resto pueda habitar la fiesta sin fricción.

Existe una escena recurrente en muchas casas. Mientras alguien charla con una copa, otra persona calcula en silencio si faltará hielo, si ya se puso la bandeja para el horno, si el niño necesita cambiarse, si hay que llamar al tío que siempre llega tarde, si conviene abrir el regalo “importante” antes o después de cenar. Ese cálculo constante es trabajo. Y cuando se naturaliza, se vuelve más difícil de repartir.

La Navidad es, también, una maquinaria simbólica. Aporta identidad, pertenencia, continuidad. Por eso cuesta tanto tocarla y cambiar la tradición puede sentirse como cambiar el amor. Pero precisamente por eso la conversación sobre quién sostiene la fiesta suele estar cargada de culpa. Muchas anfitrionas no piden reparto por miedo a aguar el ambiente, a parecer controladoras, o a confirmar un estereotipo que ellas mismas detestan… la “madre mártir” que se queja.

Mirado con distancia sociológica, el problema no es que haya una anfitriona. El problema es que el rol se asigna por defecto y se transmite de generación en generación como si fuera un rasgo de carácter, “a tu madre se le da bien”, “tu abuela siempre lo ha hecho”, en lugar de un reparto social de responsabilidades.

Escena de la película ‘Mujercitas’ (Greta Gerwig, 2019)

Y aquí aparece una pregunta incómoda: ¿por qué tantos hombres siguen viviendo la organización navideña como un territorio ajeno? La respuesta no suele ser un complot ni una maldad, sino una mezcla de socialización (quién aprendió a prever), expectativas (a quién se le exige que “se note” la fiesta), y sanciones invisibles (quién será juzgada si algo falla). Si el pavo se quema, se recuerda. Si falta el regalo del sobrino, alguien lo señalará. Si la mesa está “triste”, habrá comentario. Esa vigilancia social recae con más fuerza sobre la mujer anfitriona, y la empuja a controlar.

Pero hay familias que están ensayando otros guiones. Porque el punto más difícil no es delegar una tarea, sino delegar la responsabilidad. Ahí es donde la carga mental se nota: cuando alguien “colabora” pero pregunta todo, la coordinación sigue en el mismo sitio.

Las soluciones domésticas que más transforman la experiencia suelen ser pequeñas y, a la vez, radicales: calendarios compartidos de compras y cocina; listas que no viven en la cabeza de una sola persona; turnos explícitos de limpieza antes y después; presupuestos pactados; una conversación previa, no el 24 a las seis de la tarde, sobre qué significa “que salga bien”. Y, quizá lo más difícil sea aceptar que una Navidad equitativa puede ser menos perfecta en la estética, pero más justa en el cuerpo.

No se trata de abolir la anfitriona, sino de desactivar la idea de que la anfitriona debe pagar el coste completo del milagro. La Navidad seguirá siendo trabajo. La pregunta es quién lo hace, quién lo reconoce, y quién puede, por fin, sentarse a la mesa sin estar de servicio.

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