Kim Novak apareció en el escenario del Palacio del Cine de Venecia entre una ovación larga y sostenida, un aplauso que era a la vez homenaje y reparación. La actriz de Vértigo, icono indiscutible del Hollywood clásico, recibió el León de Oro a toda su carrera y, en lugar de un discurso complaciente, eligió el tono íntimo, valiente y político. “He vivido demasiados años siendo mirada como un objeto, no como una artista. Hollywood se olvidaba de preguntarnos qué pensábamos, qué sentíamos, qué queríamos decir”, afirmó con la voz temblorosa, pero con una gran seguridad, propia de su figura. Sus palabras se convirtieron en un manifiesto inesperado sobre la memoria de las mujeres en la historia del cine.
El festival había preparado un recorrido audiovisual por su trayectoria, con escenas de Picnic, Pal Joey y, por supuesto, Vértigo. Al ver su rostro proyectado en gran pantalla, Novak se emocionó. A sus 92 años, la actriz regresó a un escenario internacional para recoger un reconocimiento que no solo premia su trayectoria artística, sino también su resiliencia personal y su capacidad de resistir las imposiciones de una industria que tantas veces quiso moldear a sus estrellas.

Kim Novak se mostró visiblemente conmovida al hablar del cine como parte de su vida, pero también de la necesidad de permanecer fiel a sí misma: “Elijo tomar esos retos y seguir adelante. No dejaré de hacerlo nunca”. Sus palabras resonaron con fuerza entre los asistentes, recordando que, detrás de la imagen de icono, se encuentra una mujer que ha sabido enfrentarse a los condicionamientos de la fama, las presiones de la industria y la fragilidad que implica el paso del tiempo.
“Yo era muy tímida, siempre muy reservada… Y mi madre cada día me pedía que me repitiera: ‘Soy el capitán de mi nave’. Todos debemos hacer el modo de hacer sentir nuestra voz”. Cuando dio el salto a la era dorada de Hollywood, sucedió todo lo contrario: empezó a ser cosificada y sexualizada, y tantas veces reducida a su imagen. La justificación de Alberto Barbera también ha incluido comentarios sobre “su exuberante belleza, su capacidad para dar vida a personajes ingenuos y discretos, así como sensuales y atormentados, y a su mirada seductora y a veces triste”, que la llevó a ser “apreciada por algunos de los principales directores estadounidenses de la época”.
El festival subrayó que la entrega del premio responde tanto al reconocimiento de una filmografía que marcó la historia del cine como a la reivindicación de una figura que se convirtió en referente para generaciones posteriores, yendo más allá de su belleza, como ha destacado Guillermo del Toro al entregarle el galardón, destacando la versatilidad de la diva, de “trágica heroína gótica y una mujer en la pausa del almuerzo”.
Una historia
En Venecia, Novak apareció como un reflejo de sus personajes más célebres: una presencia que parece desdoblarse entre el mito inmutable de la pantalla y la mujer real que ha sobrevivido a los vaivenes de Hollywood. Primero lo hizo en el documental Kim Novak’s Vertigo, de Alexandre O. Philippe, en el que surge envuelta en la misma aura fantasmal con la que los actores permanecen en las películas, condenados a vivir para siempre en celuloide. Más tarde, lo hizo en carne y hueso.

El discurso, breve pero poderoso, estuvo cargado de emoción contenida. Novak no recurrió a grandes anécdotas ni a un repaso nostálgico de su carrera. En cambio, optó por una declaración de principios: la vida, para ella, sigue siendo un desafío constante. Lejos de cualquier retirada silenciosa, reivindica el movimiento, la acción, la búsqueda (si bien llegó un momento que, estando en lo más alto, lo dejó todo, harta de luchar contra su mito). Su mensaje resonó especialmente en un festival que en los últimos años ha buscado dar mayor visibilidad a la presencia femenina en el cine, no solo en la pantalla sino también en las estructuras de poder que lo sostienen.
Novak, que desde hace décadas ha desarrollado su faceta como pintora, dejó claro que su vínculo con el arte sigue intacto. La actriz que se convirtió en mito gracias a un papel de obsesión y misterio en el cine de Hitchcock es hoy también una creadora plástica que trabaja desde la intimidad, sin necesidad de flashes ni alfombras rojas. Su regreso a un gran escenario internacional tuvo así un doble valor: el de la actriz reconocida por su aportación al cine y el de la mujer que ha sabido encontrar nuevas formas de expresión lejos de los platós.

El documental de Philippe la muestra en su refugio de Oregón, entre lienzos y pinceles. Allí, entre cuadros, conversa pausadamente con el director, que evita el tono inquisitorial y permite que el tiempo fluya. “Lo que descubrí con ella, y lo que espero que el público comprenda, es que Kim es mucho más que una estrella de cine. Es pintora, poeta, superviviente: una actriz profundamente incomprendida, décadas adelantada a su tiempo. En muchos sentidos, siempre fue Judy: transformada, renombrada y siempre anhelando ser vista por quien realmente es. Mi amor por Hitchcock me trajo hasta aquí, pero fue Kim quien hizo que el viaje fuera transformador”, asegura Philippe.
La historia que aflora es la de una mujer que entró en Hollywood con apenas 21 años, nacida Marilyn Pauline Novak en Chicago, hija de inmigrantes checos. Su padre, profesor de historia, había tenido que adaptarse a los rigores de la Gran Depresión trabajando en el ferrocarril, mientras que su madre se ganaba la vida en una fábrica de fajas. Esa misma madre fue quien la obligó a llevar coletas hasta la adolescencia y a no maquillarse para no llamar la atención. El destino, sin embargo, la empujó a ser vista: primero en concursos de belleza —llegó a ser Miss Reina de las Nieves—, luego como extra en estudios de Hollywood y finalmente bajo contrato con Columbia, gobernada con mano de hierro por Harry Cohn.
Su debut llegó en La casa número 322 (1954), junto a un Fred McMurray, que le doblaba la edad. Siguieron títulos como El hombre del brazo de oro (1955), con Frank Sinatra, y Picnic (1955), donde encarnó a Madge, la joven enamorada del vagabundo interpretado por William Holden. Fue esa película la que consolidó su imagen y la condujo, inevitablemente, hasta Vértigo. Aquella obra que en su estreno fue recibida con frialdad —tildada de barroca y artificiosa— y que décadas más tarde sería reivindicada hasta el punto de ser votada por el British Film Institute como la mejor película de todos los tiempos.

La cinta de Philippe no elude episodios dolorosos de la vida de Novak, aunque tampoco se recrea en ellos. La actriz habla de una infancia dura, marcada por el desamor: cuenta que su madre intentó abortarla y que incluso llegó a ponerle una almohada sobre la cara siendo apenas un bebé. Relata también, con distancia, la brutal experiencia de una violación múltiple sufrida en su adolescencia, un trauma que marcó su salud mental para siempre. “Heredé mi enfermedad mental de mi padre, pero la violación debió agravarla”, ha reconocido. Nunca se lo contó a sus padres, y durante mucho tiempo lo guardó como un secreto devastador.
La entrega del León de Oro no fue únicamente una celebración personal, sino también un acto de reparación simbólica hacia una generación de actrices que, en los años dorados de Hollywood, cargaron con el peso de convertirse en iconos sin apenas margen de decisión sobre sus carreras. En ese sentido, Venecia distinguió a Novak, pero también a todas aquellas que compartieron con ella un contexto de luces brillantes y exigencias desmedidas. Que ella se presentara ahora, con más de nueve décadas de vida, reafirmando su derecho a seguir enfrentándose a los retos, fue un gesto que trascendió el reconocimiento artístico para convertirse en declaración de dignidad.