Este año he podido ir cuatro días a la playa, un lujo del que no todo el mundo puede disfrutar. Desde la toalla he visto cuerpos antiestéticos como pueda serlo el mío. Celulitis, estrías, barrigas, piernas muy cortas en comparación con el tronco, espaldas peludas, mamas tuberosas, mamas caídas, pies cabos, papadas, cartucheras, calvas, canas, culos planos, tobillos anchos, carne colgante, piel desgastada. Signos de envejecimiento o simple número no agraciado en la lotería de la belleza. Siempre que piso la playa me asombro de que se hable de cuerpos no normativos. Las miradas no se posan en esos físicos presuntamente fuera de la norma. Las miradas se posan en la excepción. Si apareciera en la playa alguien sin pierna, todos le mirarían con mayor o menor disimulo. No hay tanta gente sin pierna y, la verdad, acercarse a la playa con movilidad reducida es heroico. Las miradas van hacia lo excepcional, que es la armonía de las formas. Cuerpos altos, esbeltos. Músculos definidos, pelo largo y sedoso. Gente joven, por supuesto. Aunque nos hablen del body positive, los cuerpos no normativos son los que levantan asombro y admiración en la playa. Las modelos son no normativas. Las presentadoras de televisión, los actores, los cantantes, las mises y los misters. Ellos son los no normativos. Si sus cuerpos fueran comunes no tendría sentido ponerlos ahí delante, en la primera fila del escenario.
Esos cuerpos no normativos han protagonizado nuestras banales (y vanas) aspiraciones estéticas mientras obviábamos que acabaríamos siendo (si no lo éramos ya) como esa gente de la toalla de al lado.
He visto pocos espacios en los que primara la esculturalidad. Lo vi hace muchos años en Marbella, lo vi una vez en Ibiza, y también en un hotel en Hollywood. En estos tres sitios la competencia era feroz. No sé muy bien porque se competía. No conozco ninguna palabra que describa ese ansia de notoriedad, de ser deseado, de exhibirse, tener dinero, y de vivir para el momento. Esas personas desprendían de todo menos alegría de vivir. No parecían desdichadas, pero tampoco se divertían. En los sitios donde todo el mundo es guapo, nadie se está divirtiendo.
En la adolescencia crees que si alcanzas la meta del cuerpo perfecto todos tus problemas van a desaparecer. De hecho, la ilusión de tener un cuerpo perfecto, se convierte en el problema. Y pasa el tiempo y llega un día en el que bien te das cuenta de que no lo vas a alcanzar, bien se te empieza hacer cuesta arriba la idea de alcanzarlo. No voy a decir que todos los cuerpos son bonitos. No lo son, pero tampoco hace falta que lo sean. A veces se me olvida que no es obligatorio tener un cuerpo bonito, y con eso debería bastar para liberarnos de la idea de la perfección. Y, sin embargo, es muy difícil no compararnos con los cuerpos que nos rodean. A mí solo me sirve ir a la playa. Cuando estoy en la playa veo que da igual como de bien o de mal te quede el bañador. La idea delirante de que la gente te mira porque te sienta mal el traje de baño, creo que ya no me domina.
Hace un par de años, el Instituto de la Mujer gastó un dinero en una campaña para normalizar los cuerpos disidentes en las playas de España, como si para entrar a estas hubiera que recibir la aprobación directa de Karl Lagerfeld (que por aquel entonces estaba vivo). Me acuerdo de tan absurdo gasto cada vez que piso la arena. Si la solución a ese problema inexistente fueron algunos carteles, me queda ver qué solución se le pondrá (si llega el caso) al increíble problema de convivencia en las playas. A la contaminación acústica, las basuras, y el retroceso de la flora y fauna local (en el sentido estricto de la expresión … no le quiero faltar el respeto a nadie). Si ganásemos esa batalla estaríamos más cerca de tener una sociedad donde los cuerpos no importen tanto como la persona que los habita.