Voy a dar una cifra para que cualquiera que lea esto y tenga corazón note cómo se le desgarra: en España, cada día, seis niñas menores de trece años sufren una agresión sexual. Seis. No es una media abstracta, no es un un cálculo realizado con la frialdad de una estadística: visualícenlos. Seis cuerpos concretos, niñas que corren, que se enfadan, que piden más tiempo de tele o de consola, que bostezan ante los deberes, que piden regalos por Navidad. Seis vidas que ya no volverán al mismo punto de partida. La cifra circula en titulares porque pertenece a un estudio publicado por el Ministerio del Interior ayer mismo.
Se compartirá en redes, se comentará unos segundo y se disolverá, como todo aquello que nos es ajeno. El dolor es de todos, pero se reparte tan mal que acaba por no ser de nadie.

La violencia contra las mujeres —y, de manera especialmente insoportable, contra las niñas— no es un fenómeno puntual ni una suma de sucesos aislados, sino que se prolonga de manera estructural. Empieza temprano, se normaliza pronto y se prolonga durante toda la vida. Desde la agresión sexual infantil hasta la violencia de pareja, desde el miedo aprendido hasta la desigualdad institucional, el mensaje de que el cuerpo femenino es un territorio disponible, vulnerable, cuestionable persiste:
Que cada día se produzcan en España una docena de violaciones no habla solo de agresores. Habla de un ecosistema, de una sociedad entera que no protege, que no previene, que llega tarde. Habla de un sistema judicial lento, de una educación sexual fragmentaria, de una cultura que pone el foco en la conducta de las víctimas y en su credibilidad y no en la responsabilidad de quienes agreden. Habla, también, de una sociedad que se ha acostumbrado a convivir con la violencia machista como quien vive junto a una vía del tren: al principio el ruido ensordece, luego es un rumor de fondo, luego ya nada. .
Y piensen, si tienen corazón. Lo más doloroso no es solo la cifra, sino la edad. Niñas. Que sean niñas obliga a desmontar uno de los discursos más tramposos de los últimos años: la idea de que la violencia sexual tiene que ver con el deseo, con el impulso, con el malentendido. No. Tiene que ver con el poder. Con la posibilidad de ejercerlo sobre quien no puede defenderse. Con una jerarquía brutal que coloca a las más vulnerables en el último escalón, marginado y silencioso.
En el debate público, indignado, desgastado, se discuten las palabras, las leyes, los matices ideológicos, pero rara vez se sostiene una mirada larga, incómoda, persistente. Se habla de avances — los hay—, pero cuesta asumir que no basta con una legislación impopular si no se transforma la cultura que permite que estas violencias sigan ocurriendo con una regularidad casi matemática.
El enfoque femenino de esta realidad no es una cuestión identitaria, sino ética. Las mujeres —y sobre todo las niñas— cargan con el peso físico y psicológico de esta violencia. Son ellas quienes aprenden antes el miedo, quienes ajustan horarios, ropa, recorridos, silencios. Quienes interiorizan que su cuerpo puede ser leído, juzgado, invadido. Y quienes, demasiadas veces, se encuentran solas cuando intentan nombrar lo que les ha pasado.
Solas, negadas. Ah, esas denuncias falsas. Esa manera de arruinarle la vida a un hombre.
Hay algo especialmente perverso en la forma en que estas noticias conviven con otras que hablan de igualdad, de empoderamiento, de presencia femenina en espacios de poder. No son discursos incompatibles, pero sí revelan una grieta : avanzamos en cierto tipo de representación mientras fallamos en la protección. Celebramos logros simbólicos mientras no garantizamos lo esencial, que ninguna niña debería crecer con la experiencia del abuso como primer contacto con el mundo adulto.

Este dolor debería ser concreto (ese peso en el corazón), debería acarrear consecuencias. Afecta a la salud mental, a la confianza, a la relación con el propio cuerpo, al modo de habitar el mundo. Atraviesa generaciones (tres, dicen) y se transmite, como un eco silencioso. Por eso resulta tan insuficiente limitar la respuesta a la condena puntual o al endurecimiento penal. Sin prevención real, sin educación afectivo-sexual sólida, sin recursos suficientes para acompañar a las víctimas, la violencia se reproduce.
También existe una responsabilidad política que no puede eludirse. No basta con declararse feminista (ya estamos viendo qué pasa con quienes se declaran feministas) o con enarbolar determinadas consignas. La credibilidad se juega en la coherencia, en la capacidad de proteger dentro y fuera de las instituciones, en no mirar hacia otro lado cuando el agresor está cerca. La violencia sexual no entiende de siglas, pero sí se alimenta de silencios y complicidades.
Es legítimo que estemos cansadas. Es comprensible sentir la misma rabia, tristeza, la mezcla de impotencia y hartazgo que yo siento ahora. Lo que no debemos permitir es que ese cansancio se convierta en resignación, porque eso sería la asunción de que hay vidas que importan menos, y eso, en una sociedad que se dice democrática y avanzada, debería ser intolerable.
Estos datos no son una noticia más. Lean, quienes algo pueden hacer, (y todos podemos hacer algo) esta interpelación directa. No a las mujeres, que ya cargan con demasiado, sino a todos. A usted. Al conjunto de la sociedad. Mientras seis niñas al día sigan siendo agredidas sexualmente, cualquier discurso sobre progreso estará incompleto. Cualquier silencio será una forma más de violencia.



