Opinión

El chicle

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Primer escenario. Llega el jefe y te encarga que hagas una tarea más. El cliente quiere un informe para ya y, por supuesto, si no lo entregas se acabará el mundo. Esa presión no ayuda, pero no hay más remedio que ponerse a ello. Eres bastante responsable, así que piensas que la vida es eso: un camino lleno de espinas e imprevistos que se deben sortear. Las rosas ya las dejamos para otra ocasión.

Te dices que harás una excepción y realizarás el esfuerzo. Vas rumiando cómo encajar el resto de piezas apuntadas en la agenda. Obviamente no llegas a todo. Así que nada de ir a Pilates, cancelas una cena y deberás posponer la cita del día siguiente con el ginecólogo. Sí, la que llevabas siete meses esperando. Con suerte te la darán para el año que viene.

Da igual. Le robarás varias horas al sueño y cumplirás. Nunca has dejado de hacerlo. La recompensa será una sonrisa, una palmadita en la espalda y punto pelota. Lo has hecho tan bien que a la semana siguiente se volverá a repetir la situación. Después ocurrirá cada día. El nivel de exigencia ya no descenderá y en tus prioridades el trabajo ocupará siempre el primer puesto. Qué importan tu salud y bienestar.

Segundo escenario. Aparece tu hija adolescente en salón y te pregunta por sus vaqueros negros. Esos que tú has visto sucios y has metido en la lavadora. No puede ser, ya no tiene nada que ponerse. En el armario hay veinticinco pantalones más, pero no le vale ninguno. Los necesitaba para lucir como una diosa en la fiesta a la que va el chico que le gusta. Entonces, se desata la tragedia. Se escuchan gritos y reproches. Le prometes que estarán listos y planchados para el día siguiente. Lo que sea para no escucharla.

Cuando llega la comida, los ánimos se calman un poco. Un plato caliente amansa a las fieras. Pero cuando toca recoger los platos, allí nadie se levanta a echar una mano. Están todos viendo una película y ya lo harán después. Si confías en ello corres el riesgo de presenciar la putrefacción de los alimentos en tu propio salón.

Al poner el lavavajillas ves que hay que pasar la aspiradora por la cocina y ya que estás, el resto de la casa. Luego te piden ayuda para hacer los deberes y te apuntan en una lista los recados de la semana siguiente. Quieren que se lo resuelvas todo. No te confundas, si algo sale mal va a ser culpa tuya.

Cuando te quieres dar cuenta, se ha acabado el fin de semana. No puedes estar más agotada. No has parado un minuto. No has ido a la peluquería, no te has pintado las uñas… ¿Eso es realmente importante? Recuerdas que lo hacías de joven. Te arreglabas. Ahora no importa. Tampoco nadie se va a fijar. En Instagram lees consejos para mimarte y los guardas todos en una carpeta para ver si puedes seguir alguno cuando te jubiles o se vayan de casa. Las dos cosas son improbables.

Tercer escenario. Te llama una amiga a la que hace tiempo que no ves. Quiere quedar contigo para contarte que se ha separado. No te cuadra nada quedar a la hora que te ha dicho y te apetece bastante poco, pero allá vas. No quieres fallarle ni ser mala persona. Seguro que lo está pasando fatal.

Habéis quedado para tomar un café, luego quería una caña y ahora te pregunta si picáis algo. Tú consultas el reloj un tanto nerviosa porque madrugas para llevar a los niños al cole. No parece importarle. Tiene mucho que contar. No deja de hablar. Te explica que su relación se había contaminado, se le cruzó otra persona y ahora lo va a intentar. Está enamorada y tú te sientes boba. A esas horas te encantaría estar en tu cama, calentita, viendo una serie. Pero la realidad es que estás en Malasaña, tienes una hora de vuelta y el cansancio lo vas a arrastrar.

Cuando llega el momento de la despedida, hay promesas de quedar pronto de nuevo. No ocurrirá. Es una de esas personas que te hacen la ITV cada seis meses: preguntan por WhatsApp para saber si no te has muerto y cuando respondes vuelve a desaparecer otra eternidad.

Está claro que con el monólogo, ella se ha ahorrado una sesión con el psicólogo y tú vas a tener que ir de cabeza porque no puedes más. De modo que llegas a la consulta y lo primero que te dicen es que hay que saber decir basta y pensar en uno mismo. No somos un chicle que se estira sin parar.

Hay que repetirse todo esto y lo que dice Rozalén en una de sus maravillosas canciones: “Llevo un tiempo que no descanso, que como poco, cuesta sonreír. He pasado por el aro y he hecho cosas que no me hacen feliz. Tengo la bandeja llena, de peticiones, de mil favores y absolutamente nadie pregunta por mí (…) Y si no me sale del corazón, voy a aprender a decir que no. Quien bien me quiere lo va a comprender. Yo no nací sólo para complacer”.