El fallecimiento de Francisco pone ante los ojos un hecho: la prensa mundial ocupa sus portadas con la noticia de la muerte del Papa. Ningún otro líder religioso o moral, ni siquiera de comunidades muy numerosas en distintos continentes, alcanza a ser referencia global como lo es el Papa de Roma. Lo habíamos comprobado cuando fallecieron Benedicto XVI o Juan Pablo II, por mencionar a los más recientes, y lo vemos hoy. La Iglesia católica es una realidad tan singular que, más allá de cómo se intenta presentarla muchas veces, enfatizando sus aspectos más limitados u oscuros, que los hay, tiene una capacidad de impacto internacional que no deja de resultar inexplicable.
En el caso de Francisco, los medios aluden enseguida a los temas a los que el Papa dedicó sus esfuerzos, algunos de la mayor importancia. Por ejemplo su afán de que los denominados “bienes comunes” –la tierra, el mar, el aire– no se destruyan y podamos legarlos a las generaciones futuras. O la pasión con la que ha defendido a los más pobres, a los que emigran, dejando su tierra para buscar en otros lugares oportunidades de una vida mejor. Su voz realmente se dirigía a la ciudad y al orbe.
Quisiera subrayar, en este recuerdo a vuela pluma, cómo comenzó su pontificado. Acuñó una fórmula que ha hecho fortuna, cuando habló de un “cambio de época y no solo de una época de cambios”. El paso de los años ha confirmado el acierto de su diagnóstico. La transformación social que estamos viviendo tiene tal profundidad que se corresponde con la expresión del papa Bergoglio. La revolución impredecible que trae la convergencia NBIC (nanotecnología, biotecnología, tecnología de la información y ciencia cognitiva), la expansión de la “infosfera”, junto con los retos que la injusticia, la violencia y las guerras siguen planteando a todas las sociedades del planeta demuestran que el papa no exageraba.

Pues bien, al identificar el cambio de época, Francisco no se convirtió en un profeta de calamidades. Ni se conformó con ofrecer soluciones parciales a cada uno de estos problemas, por inmensos que sean. Desde el principio, en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, indica una clave para afrontar la situación: “el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario”: el encuentro con Cristo vivo y presente. Este mensaje ha acompañado su misión apostólica a lo largo de sus documentos y en sus gestos.
El punto de partida en sociedades tan complejas y plurales como las nuestras es un encuentro con Cristo que toca lo profundo de la persona –lo que la Sagrada Escritura llama el “corazón”. De este modo tan sencillo, que casi provoca escándalo, cada uno se transforma radicalmente hasta convertirse en una “criatura nueva”
Así nace el sujeto que, a título individual o asociado con otros, puede ofrecer un signo de esperanza para una vida mejor en todas sus facetas, por complicadas que aparezcan ante nuestros ojos. Ante la radical transformación social que llega, ese encuentro suscita seres humanos que adquieren las certezas elementales sobre su condición propia y su dignidad. Así están a la altura de los tiempos.
Nuestra humanidad herida y doliente –en todas las latitudes—, nuestra humanidad perpleja o pretenciosa –en muchas sociedades avanzadas—, carece a veces de respuesta para las preguntas acuciantes sobre el significado de una vida sometida a cambios tan profundos. El Papa nos invitaba a retomar el camino de nuestra humanidad para encontrar compañía y claridad en el encuentro con Cristo a través de la Iglesia. Quien lo hace experimenta una alegría, serena y pacificadora, propia de quien reconoce la dignidad de su vida. Está, por lo tanto, mejor dispuesto a transmitir la novedad, y se vuelve ocasión de encuentro para otros. Es lo que Francisco llama la “alegría del Evangelio”: la alegría que se mueve para construir, para servir a los demás en sus necesidades, sean las que sean.
Hoy, cuando nuestros corazones están tristes por la pérdida del Papa Francisco, acogemos de nuevo su invitación para volver a empezar desde lo esencial, desde este encuentro que nos devuelve la esperanza de una vida humana más humana y el deseo de comunicarla, hasta los confines de la tierra.