Opinión

Entre Serrat y los fachas con gerontofobia…

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A Joan Manuel Serrat, que no gasta redes sociales, le revolcó hace unos días en el fango pestífero y urticante del trending topic una mesnada virtual de fachas que le reprocha al genio del Poble-sec el haber firmado el manifiesto Por avances en derechos sociales y políticos. Contra los intentos de involución, en el que una pila conspiranoica de artistas, periodistas y políticos –algunos de ellos, condenados, como Magdalena Álvarez y Manuel Chaves– se cisca en una derecha que, oh, sorpresa, pretende derribar al Gobierno para pisar moqueta, y que, bueno, si bien los delitos presuntamente cometidos por José Luis Ábalos y Santos Cerdán “son graves y denotan crasos errores in eligendo e in vigilando“, pues, a ver, relajemos la raja, porque “es inadmisible que un Gobierno, democráticamente elegido, caiga por un informe de la Guardia Civil”. Nihil novum sub sole.

Los manifiestos, en general, me dan pereza. Tanto sus contenidos como sus rubricantes son terriblemente previsibles. En este sentido, parafraseando a Leonard Cohen, hay una guerra entre Cayetana Álvarez de Toledo y Luis García Montero: la primera lidera a los intelectuales “constitucionalistas” y, a su toque de corneta, acuden raudos y veloces Trapiello, Savater, Arcadi Espada y sus discípulos; el segundo se encarga de convocar a artistas pluscuamperfectos, a sindicalistas zampabollos y a periodistas cortesanos, en plan Almodóvar, Victorbelén, Pepe Fulares o Jesús Maraña. Desde sus púlpitos, se creen los adalides de una causas que consideran de vital importancia para el devenir de la Humanidad, hacen piña, o sea, lobby, etcétera. No me parece mal, mas mi reino no es de esos mundos.

El caso es que Serrat ha firmado el último manifiesto prosanchista y, como decía, en X le han puesto de vuelta y media por ello. El caso es que Serrat, y cualquiera, pero más aún un tipo como Serrat, forjador imprescindible, con su arte y con sus dos lenguas –ha probado la hiel del exilio, le han llamado botifler–, del alma cultural patria desde hace seis décadas –recordemos que en 1965 vio la luz su primer EP, Una guitarra–, puede y debe apoyar, secundar y rubricar cuantos manifiestos, causas y derivados le vengan en gana, faltaría más, rediós, aun cuando parezca que, con ellos, la vida nos gaste una broma, despertándonos “sin saber qué pasa, / chupando un pavo sentado / sobre una calabaza”.

Me gusta todo de Serrat, sin peros: su verbo lírico y humanista, su trino tembloroso y, a la vez, tan firme, su honradez artística, su libertad creativa y su creatividad libérrima, su finísimo sentido del humor, su inteligencia de ser una mosca cojonera con exquisito savoir faire… Desde el punto de vista ideológico, me gusta cuando coincido con él y, sobre todo, me pirra cuando no comparto sus actuaciones y/o declaraciones. La palabra del Nano me enciende siempre el sanísimo piloto de la duda, y esto, en la Edad de las Berdades –escrito con b a propósito, permítanme la licencia– Graníticas, es justo y necesario.

Poco antes de recoger el Premio Princesa de Asturias, declaró en una entrevista concedida a El País: “El progreso no es la inteligencia artificial. El progreso es que la cantidad de pobres por metro cuadrado disminuya, que los jóvenes puedan desarrollar sus habilidades, que son muchas, y, sobre todo, que no sean estigmatizados por la sencilla razón de que no los entendemos”. Cómo no estar de acuerdo. En su estupenda canción Disculpe el señor anticipó el caos de Torre Pacheco.

Un puñado de alvisitos de marca blanca convirtió a Serrat en trending topic llamándole “titiritero”, “viejo”, “demente” o “vampiro”. Entre el autor de Mediterráneo y los fachas con gerontofobia, la duda ofende: me quedo con el primero, pues claro, hombre, por muchos manifiestos absurdos que secunde, y a los segundos, en fin…, Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

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