Hace ya tiempo que los medios de comunicación dejaron de dirigirse al público para dedicarse a crear masa. El público se diferencia de la masa en que está formado por un grupo de personas que, recibiendo diferentes perspectivas, es capaz de formarse su propia opinión. La masa, sin embargo, es el resultado de una comunicación pobre en diversidad de miradas, está basada en el entretenimiento, y tiene como consecuencia una homogeneización del pensamiento. Mientras que el público es capaz de mantener una postura activa y es exigente, la masa es maleable y acrítica.
A nivel económico, a los medios de comunicación les conviene tener consumidores que se enganchen fácilmente a sus contenidos sin poner demasiadas pegas. Sin embargo, en una democracia, mantener a la ciudadanía desinformada y distraída puede convertirse en un problema, ya que limita su independencia a la hora de tomar decisiones y merma su participación social.
Para generar ese enganche, el sector de la comunicación cuenta con personalidades que no necesariamente tienen experiencia o conocimiento sobre los temas que tratan, pero llaman la atención por sus formas. El anzuelo puede ser tanto su aspecto físico (estéticas peculiares, rostros atractivos) como su manera de comunicar (tono agresivo, expresiones descaradas). Muchos de estos perfiles son reclutados directamente de las redes sociales. Solo hay que fijarse en su número de seguidores para hacerse una idea de su poder de atracción e incluirlos como tertulianos, conductores de programas o, incluso, darles su propio espacio. Esta fórmula también se empieza a utilizar en eventos profesionales a los que se invita a influencers con el objetivo de sumar seguidores al encuentro.
En los últimos años, estamos viendo un fenómeno muy parecido al de los medios, pero en el ámbito político. Algunos partidos incorporan a sus filas a perfiles populares en las redes sociales para atraer a un sector concreto de la población. Quizás no sean las personas más expertas en las competencias que se les asigna, pero consiguen aparecer en los titulares y llenar horas de televisión. Ya hay partidos enteros creados en torno a estas figuras, como Se Acabó La Fiesta, fundado por Alvise Pérez, que ni siquiera cuenta con un programa electoral claramente definido, sino que se basa en los mensajes que su fundador ha ido vertiendo en las redes sociales.
Esta semana se ha desatado una polémica por el currículum de una diputada del Partido Popular, Noelia Núñez, una joven madrileña con gran presencia mediática y muchos seguidores en Instagram. Algunas personas, entre las que se encuentran figuras de otros partidos, han cuestionado su falta de titulación universitaria hasta provocar su dimisión. Pero en España no es obligatorio poseer ningún título académico para ocupar un cargo político. Cualquier ciudadano o ciudadana española mayor de edad puede ser elegida para representarnos salvo excepciones muy concretas. Esto tiene sentido dentro de una democracia, ya que no todo el mundo tiene acceso a una carrera universitaria y, sin embargo, su voz y su experiencia en un determinado ámbito puede convertirle en una voz transformadora y necesaria.
La formación académica puede añadir legitimidad a un cargo, pero no es lo único que puede aportarla. Muchos presidentes y presidentas de países, a lo largo de la historia y en la actualidad, han carecido de titulación universitaria. Desde George Washington hasta Giorgia Meloni, pasando por líderes tan carismáticos como como Pepe Mujica o revolucionarios como Thomas Shankara. Otra cosa es que se les exija honestidad, asignatura que tienen pendiente casi todos los partidos.
Poseer conocimiento sobre el campo que se representa es fundamental, sin embargo, muchos cargos políticos son elegidos en función de estrategias internas o como resultado de las negociaciones tras las elecciones con otros partidos. Tener una titulación universitaria no asegura la vinculación con la materia a gestionar, y esto no parece soliviantar lo más mínimo a periodistas ni a rivales políticos.
Tampoco parece preocupar que quienes nos gobiernan sean elegidos por su capacidad de hacerse virales pronunciando gracietas, repartiendo zascas o por el número de seguidores de su Instagram. Es preocupante que el hemiciclo se esté convirtiendo en un plató de televisión más orientado a dar espectáculo para salir en la prensa que a defender los intereses generales. La política no debería tener como objetivo crear un número de fieles que repitan sin pestañear las consignas de un partido, sino contribuir a establecer una ciudadanía libre e informada, capaz de tomar sus propias decisiones y exigir compromiso y excelencia a sus representantes. No es lo mismo seguidores que votantes.