Inventó un mundo propio con palabras, pero la crítica nunca la entendió

Ana María Matute inventó un lenguaje propio para hablar del dolor, la pérdida, la violencia y el amor

La escritora Ana María Matute.

En una España marcada por el silencio, la posguerra y los corsés del franquismo, Ana María Matute (1925–2014) decidió alzar la voz a su manera: con palabras. Palabras que tejieron realidades mágicas, crueles, bellas y profundamente humanas.

Palabras que no encajaban del todo ni en la literatura social ni en la de evasión, y que durante años desconcertaron a buena parte de la crítica, que no supo o no quiso leerlas en toda su complejidad.

A pesar de ser una de las narradoras más brillantes del siglo XX en lengua castellana, Matute vivió durante décadas bajo una suerte de incomprensión institucionalizada: ganaba lectores, sí; fascinaba a los jóvenes, sí; pero era incómoda para el canon, como si su mundo fantástico y desgarrado no tuviera cabida en las etiquetas de la crítica literaria oficial.

Una “Primera memoria” distinta a todo

Con apenas 33 años, Matute ganó el Premio Nadal en 1959 con Primera memoria, primera entrega de la trilogía “Los mercaderes”. Es una novela de iniciación, pero no solo. Es también una historia sobre la pérdida brutal de la inocencia, sobre la Guerra Civil vivida desde los ojos de una adolescente huérfana, Minerva, que no termina de comprender el horror que se impone sobre su entorno.

El enfoque no era el esperado: ni épico, ni ideológico, ni esperanzador. Era introspectivo, melancólico, fragmentado y profundamente lírico. Y eso desconcertó.

Primera memoria, de Ana María Matute.
Primera memoria, de Ana María Matute.

Matute no era una escritora de consignas, ni se acomodaba a la narrativa del régimen ni a la de la disidencia oficial. Su terreno era el de la emoción pura, la subjetividad, la huella de los recuerdos y el desarraigo íntimo. La crítica, mayoritariamente masculina, no supo cómo clasificarla. Y eso, en el mundo literario, pesa.

Un reino olvidado, como su autora

Casi 40 años después, en 1996, Ana María Matute publicaba su gran obra total: Olvidado rey Gudú, una novela monumental que le costó más de dos décadas de escritura. Es un relato épico y fantástico ambientado en un reino inventado, con tintes medievales, criaturas mágicas, guerras, pasiones, traiciones y un trasfondo de reflexión sobre el poder, la libertad y el destino.

En un país que aún miraba con desdén a la literatura fantástica, considerada “menor” o “infantil”, Matute fue valiente y coherente con su voz: construyó un mundo entero desde cero, sin pedir permiso. Lo pobló de personajes tan mágicos como profundamente humanos. Lo dotó de una estructura mítica y a la vez política. Habló, como siempre, de la infancia, del dolor, del amor imposible, de la renuncia, de la guerra.

Olvidado Rey Gudú, de Ana María Matute.
Olvidado Rey Gudú, de Ana María Matute.

La crítica, de nuevo, no supo muy bien qué hacer con eso. El tono fabulador, la longitud de la obra, la etiqueta de “fantástica” fueron argumentos suficientes para que muchos expertos pasaran de puntillas sobre un libro que, hoy, es considerado una joya atemporal.

Una voz adelantada a su tiempo

La generación del 98 y del 27 eran homenajeadas. La del 50, debatida. A Matute se la admiraba, sí, pero también se la clasificaba como una escritora “para jóvenes” o “de cuentos”. Pocos entendieron que su mundo era tan real como el que retrataban sus contemporáneos, solo que en otro plano: el del mito, el símbolo, la emoción pura.

Fue la tercera mujer en ingresar en la Real Academia Española, tras Carmen Conde y Elena Quiroga, y la primera en hacerlo con verdadera repercusión mediática. Tarde. Muy tarde.

No fue hasta el final de su vida cuando la crítica empezó a redescubrir su obra con respeto unánime. Recibió el Premio Cervantes en 2010, y muchos lectores se acercaron por primera vez a su universo como quien entra en un bosque encantado: con asombro y vértigo.

Hoy el reino ya no está olvidado

Ana María Matute inventó un lenguaje propio para hablar del dolor, la pérdida, la violencia y el amor. Su mundo no era evasión: era revelación. A veces, con duendes. A veces, con niñas solas en grandes casas. A veces, con reyes que olvidan lo que sentían para poder reinar.

La crítica no siempre la entendió, pero el tiempo —como sucede con los grandes escritores— ha acabado por darle la razón. Su legado, como su rey Gudú, ha despertado del olvido.

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