A partir de ahora mis columnas pasan a los miércoles, con el zumbido de las sesiones de control al Gobierno en el Congreso de fondo. No puedo dejar de pensar que esa ha sido siempre la sintonía de mi vida. Muchas veces he tratado de desplazar el dial hacia otro lado, pero irremediablemente regresa al mismo punto como si estuviera dentro de la película El día de la marmota.
En los pasillos de la Cámara Baja, rodeada de diputados y diputadas, he pasado muchos años. Han sido suficientes como para conocer su laberinto y también para haber escuchado todo tipo de barbaridades. “Usted traiciona a los muertos y ha revigorizado a una ETA moribunda”, le espetó Mariano Rajoy en 2005 al por entonces jefe del Ejecutivo, José Luis Rodríguez Zapatero. Aquello fue muy sonado y por mucho que nos parezca un ejemplo del Paleolítico, viene a probar que la crispación política siempre ha existido. Con mayor o menor intensidad, es una constante. Sus señorías nunca se han contenido en el Hemiciclo y los periodistas estamos tan acostumbrados ya a las salvajadas que sueltan que pocas veces damos un respingo.
Hace tiempo que no paso por allí, pero sigo los discursos desde la distancia y reconozco que, por desgracia, no me sorprenden los espectáculos que dan. De todos modos les da igual que sea en ese simbólico lugar, en la sede de su partido o en pleno medio mitin. Precisamente el otro día, en un acto de su formación en Navarra, el secretario general del PP, Miguel Tellado, en clara competición con Vox, pidió “empezar a cavar la fosa” donde reposarán los restos de un Gobierno que nunca debió haber existido.
No es el único, claro. El ministro de Transportes y Movilidad Sostenible, Óscar Puente, se explaya que da gusto todos los días en las redes sociales. También los líderes nacionales, Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, se entrecruzan duras acusaciones (a uno le recuerdan continuamente la prostitución y al otro, las vacaciones con un narco). El primero dice que hay que alejarse del “griterío”; el segundo, “de los extremismos y de la toxicidad”. Sin embargo, nunca enterrarán el hacha de guerra. Ninguno de ellos se puede apoderar del centro por mucho que quieran. Y si por un casual se calmasen los ánimos en nuestro país, algo improbable, siempre nos chocaríamos, al mirar hacia fuera, con la incontinencia verbal de Donald Trump.
Seguro que hay personas que apoyan y comparten las críticas agresivas aunque para mi gusto nos estamos pasando un poquito con el tono faltón. A estas alturas no espero ya intervenciones de altura. No quiero ver un debate del siglo pasado, con una oratoria enriquecedora. Aunque como ciudadana sí que me gustaría que la tensión política no derivara en matonismo.
Sabemos que la moderación no existe. Es una falacia. El equilibrio, la mesura, la sensatez y la prudencia son virtudes que cuestan. Y, la verdad, no se dan en ninguna parcela. Somos seres pasionales, con amores infinitos y odios viscerales. Así que dejemos de apelar constantemente a la templanza. Es imposible alcanzarla, tanto como la objetividad.
Ahora bien, sí debemos exigir a nuestros representantes un nivel dialéctico, algo de educación y que dejen de parecer unos macarras. No hace falta que nadie me explique que son un reflejo social, que así se habla en la calle. Muy bien, pero creo que de ellos se espera otra cosa. De hecho, hay un arte en dar sopapos con las palabras sin caer en la chabacanería. Pero, para eso, hay que valer y pararse a pensar. Sólo unos pocos manejan ese estilo y cuentan con toda mi admiración.
Tengo una amiga muy querida que siempre dice que “va como geisha por arrozal”, para no tener que pronunciar en voz alta que va como puta por rastrojo. Otro amigo, muy listo, suele quejarse del trabajo que tiene comentando que está “recogiendo algodón”. Así expresa su grado de esclavitud. Como puede verse hay maneras finas de definir cualquier situación. No hace falta ser un kamikaze ni insultar.