Comienza agosto, el mes del veraneo por antonomasia. Salgo de Madrid, un Madrid que aún no ha sufrido del todo los estragos del éxodo estival. Aun así, el tráfico es muy fluido y además se aparca —hecho que una conductora como yo valora quizá más de lo que debería—. El atasco lo encuentro fuera, en la carretera de la Coruña, de regreso a casa. Detenida en medio de una larga fila de coches, me viene a la cabeza el artículo que he leído antes de salir del hospital, en el diario El Mundo, sobre las ideas con las que se identifica la generación Z. Esa generación a la que pertenece mi hija, que acaba de graduarse. Según el artículo, priorizan su salud mental, su bienestar y su tiempo libre porque han visto a sus padres desgastarse en el trabajo, a menudo hasta el agotamiento. Y pienso: qué lucidez la suya.
He pasado la noche en el hospital acompañando a mi padre porque le han sometido a una pequeña intervención. El próximo lunes cumplirá 92 años. Mi padre que ha llevado sus enseres personales en el maletín que usaba para sus viajes de trabajo. Nada de maletitas con ruedas. Este maletín se ha recorrido España, me dice. Así es. Su maletín de piel me hace viajar a mi infancia. A cuando corría por el pasillo de casa y él lo dejaba en el suelo para que saltara a sus brazos. Creo que estoy nostálgica, he dormido poco y la falta de sueño afloja a cualquiera. Dentro del maletín viaja también la radio analógica —la única con la que pudimos escuchar las noticias el día del apagón—. En vano, busco el móvil que le compramos y que nunca lleva encima, porque no encuentra su lugar entre sus cosas, ni en su forma de estar en el mundo. A mi hija y a mi padre los separan varias generaciones y entre ambos me encuentro yo. Una de las generaciones intermedias, bisagras.
Crecimos llamando desde cabinas telefónicas, hoy fósiles urbanos; crecimos con la mentalidad de darlo todo en horas extras, alargando la jornada laboral a veces sin motivo para demostrar ya no sé qué. Daba como apuro salir la primera. Somos esa generación bien descrita por una frase del Dalai Lama: lo que más me sorprende del hombre occidental es que pierde la salud por ganar dinero y luego pierde el dinero para recuperar la salud. ¿Se reconocen? Somos una generación que intenta sostener el equilibrio entre la dedicación al trabajo y la necesidad, tantas veces postergada, de cuidarse. Mi padre pertenece a otra época. Una generación fuerte, como su corazón, a pesar de todo; a pesar de los años, del maletín de piel gastada.
Al llegar a casa, me siento frente al ordenador y pienso en el hilo que nos une a los tres. En ese hilo de cariño y respeto, de admiración y ternura. Pero también de aprendizaje. Me alegra que la generación de mi hija valore tanto su bienestar —no todo a cualquier precio— sin que ello signifique una renuncia al compromiso y al esfuerzo. Ya lo decía el gran alquimista Paracelso en el siglo XVI: nada es veneno, todo es veneno, depende de la dosis.