Israel y Hamás han alcanzado el acuerdo para la primera fase del plan auspiciado por el presidente Trump. El mundo entero se corta la respiración ante los riesgos de que algo no se descarrile por el camino, dadas las dificultades cuando se trata de entregar rehenes, liberar prisioneros, retirar fuerzas de combate, deponer armas y suicidarse como organización.
Si, como la opinión pública mundial desea, se pone definitivamente fin al conflicto y se arbitra una solución que permita la convivencia pacífica de los dos Estados en un mismo territorio, habrá que pensar en la reconstrucción de Palestina y de su débil, casi inexistente, economía.
La propuesta de Donald Trump, más como magnate inmobiliario que como presidente de la primera potencia mundial, dibujaba la construcción de un mega resort en Gaza, lleno de hoteles, piscinas, campos de golf, salas de fiesta y sillitas de playa. No parece que esa ocurrencia del hombre del pelo naranja puede considerarse como una alternativa económica para la zona.
La economía palestina, ya mínima y tan dependiente antes del conflicto, ha quedado reducida a escombros tras estos dos años de bombardeos y continuados ataques a sus infraestructuras y recursos.
Palestina ocupa los territorios de Gaza y Cisjordania, dispone de una superficie de unos 6.500 Km2 y una población de unos 5 millones de personas. Habita una zona desértica con un clima seco y duro. En 2024, según datos del Banco Mundial, su producto interior bruto (PIB) alcanzó los 13.700 millones de dólares, lo que representa una renta per cápita de 2.600 dólares. En 2022, su PIB se situaba en 19.000 millones de dólares. Estos datos la sitúan entre los países más pobres del mundo. Presentaba unas altas tasas desempleo de un 30% en Gaza y de un 40% en Cisjordania. Palestina adolece de un déficit crónico que el Banco Mundial estimaba en 561 millones de dólares en el año 2023, equivalente a un 2,8% del PIB. Aunque la ayuda internacional suple parcialmente este agujero a través del apoyo presupuestario, persiste un remanente de pérdidas de 493 millones de dólares, un 2,5% del PIB.
La agricultura ocupaba el 7% del PIB con olivos y frutas; la industria alrededor del 20%, con manufacturas y construcción, y los servicios un 60% con educación, sanidad, turismo y comercio. Pero el grueso de su economía dependía de Israel, que le facilita electricidad, agua, combustible, comercio y empleo. Se calcula que unos 170.000 palestinos trabajaban en Israel. Y, por supuesto, de la ayuda internacional, que financia servicios básicos y la administración pública. Sus principales exportaciones radican en dátiles, aceite de oliva, piedra, muebles y textiles, siendo sus primeros socios comerciales Israel, que absorbe un 90%, Jordania, los países del Golfo y la Unión Europea.
Su tejido empresarial está dominado en un 99% por pymes familiares de menos de 20 empleados. Sus escasas grandes empresas dominan determinados sectores y cuentan con conexiones internacionales, aunque las restricciones del gobierno de Israel para la circulación de bienes y personas limitan el crecimiento del sector privado.
Si ya de por sí Palestina tenía una economía débil y dependiente de la ayuda internacional y de las más que tensas relaciones con Israel, los acontecimientos del 7 de octubre redujeron en un 6,4% el PIB en 2023 y un 28% en el 2024, según datos del Banco Mundial. Informes de distintos organismos de Naciones Unidas, establecen una caída del PIB del 35% y una cota de paro del 50%. Según OIT, en Gaza el PIB cayó un 85% y el desempleo se elevó al 80%. Las cifras asustan casi tanto como las espantosas imágenes que se asoman a las pantallas de televisión.
El conflicto ha destruido infraestructuras vitales en Gaza y ha reducido la actividad económica de Cisjordania. Las pérdidas de estructuras físicas alcanzan los 30.000 millones en Gaza. Se han evaporado los ingresos de los empleados en Israel, se ha restringido el movimiento de bienes, se han limitado el comercio y se han bajado los salarios, con el efecto negativo sobre el consumo. Prácticamente ha destruido la economía privada en Gaza y ha limitado gravemente la de Cisjordania. Se ha llegado a muy altos niveles de inflación en alimentos y energía, con interrupciones del suministro y caída de las redes de transporte.
Más pronto o más tarde, habrá que acometer una reconstrucción de Palestina. Algunas fuentes fijan una inversión de unos 50.000 millones de dólares en alrededor de 10 años para recuperar infraestructuras, vivienda y servicios esenciales. La estimación de los tres primeros años se eleva hasta los 20.000 millones de dólares. Los planes de reconstrucción plantean medidas políticas, junto a soluciones de primera instancia e inversiones a más largo plazo. No cabe duda de que lo primero es el cese de las hostilidades y la firma de un acuerdo de paz. A partir de ese momento, se tiene que acometer una respuesta humanitaria inmediata en forma de salud, alimentos y refugios temporales; una recuperación temprana para restablecer servicios básicos y retirada de escombros; una reconstrucción de medio plazo de viviendas, escuelas, hospitales, …, y unas reformas institucionales que garanticen la seguridad y la convivencia.
Pase lo que pase, y confiemos que por esta vez la autoridad de Trump y la situación límite que viven unos y otros impongan la cordura, Palestina se verá abocada a una economía dependiente de la ayuda internacional y de la relación con Israel. Es un destino dramático. Parece difícil imaginar que, por sí sola, sea capaz de construir una economía medianamente solvente. Necesitará una fuerte inversión extranjera, aunque el contexto no sea el que más anime precisamente. El destino, a veces, tiene una fuerza superior a la voluntad.