Opinión

La pobre palabra “cultura”

Ángeles Caso
Actualizado: h
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Las palabras tienen una existencia propia, que a veces es muy larga y muy fecunda. Hay ocasiones en que se ensanchan, pero también pueden encogerse. Adquieren significados nuevos, o pierden algunos de los que contenían en una época concreta. Son, de alguna manera, seres vivos, con sus caprichos, sus grandes momentos y también su decadencia o, incluso, su extinción, cuando aquello que nombran desaparece de nuestro universo mental.

A mí, que como escritora vivo de ellas, me gusta que sea así, que se comporten como entes orgánicos y que el gran espacio que las cobija sea abierto y flexible, con huecos siempre disponibles para adoptar palabras nuevas o dotar a las ya existentes de sentidos distintos. Pero, claro, esa capacidad de mutar también conlleva sus riesgos: a veces las palabras se ajan, se afean, envejecen mal.

Ocurre a menudo cuando manoseamos en exceso aquellas que contienen grandes conceptos, yo qué sé, Amor, Libertad, Democracia, Feminismo y otras cosas así de enormes y de importantes. De tanto estirarlas por aquí y por allá, retorcerlas en un sentido y en el opuesto, enarbolarlas sin prestarles atención, como banderas sacudidas bajo el vendaval y el granizo, poco a poco vas viendo cómo se contraen, quedándose al final en casi nada, un pequeño resto de aquello que un día fueron.

También sucede cuando a una palabra empezamos a llenarla de demasiadas acepciones, como si quisiéramos que algo tan pequeñito cargue con un peso desmesurado, bajo el cual termina por desmoronarse. Es lo que está pasando, me parece, con una palabra hermosísima, “cultura”. Hasta ahora, al menos en los más de sesenta años que yo ya he vivido, ese término se refería a todo aquello que hemos ido creando e inventando en las sociedades para hacer que la vida sea un poco menos dura y que nos vamos transmitiendo de generación en generación. También, de una manera específica, a nuestros artefactos simbólicos, imaginarios y representativos, desde la poesía homérica hasta el arte digital. Era una palabra llena de significados positivos, como si preservase de alguna manera buena parte de lo mejor que los seres humanos hemos sido capaces de hacer.

Pero desde hace muy pocos años, a la palabra “cultura” le hemos ido añadiendo otra acepción, tomada directamente del inglés: los usos y costumbres, sean estos dignos o indignos, de cualquier grupo social, por muy pequeño que sea. Ahora empezamos a hablar con normalidad de “la cultura de la cancelación”, traduciendo directamente la expresión cancellation culture o, aún peor, de “la cultura de la violación”, es decir, rape culture. Y yo, no sé, quizá me esté haciendo vieja, pero miro esa bendita palabra y no puedo evitar ver que se va volviendo pequeñita, pequeñita, como si el tamaño de aquello con lo que algunos se empeñan en hacerla cargar fuera excesivo para ella.

Claro que tampoco hace falta venirse a este presente exacto para percibir cómo se ha ido hundiendo lentamente: hay quien ha decidido, desde hace ya muchísimo tiempo, llamar a la tauromaquia cultura. Hubo incluso quien tuvo la ocurrencia de quitarle la tutela de ese espectáculo sangriento al Ministerio del Interior y concedérsela, precisamente, al de Cultura (y fue durante el gobierno de Zapatero, si no recuerdo mal). Y ya el colmo es que en 2013, y esta vez bajo el mando de Rajoy, todo ese horror de los toros fue proclamado “Patrimonio cultural español”, como si nos perteneciera a todos los ciudadanos del país y todos tuviéramos la obligación de velar por semejante engendro, igual que velamos por los cuadros del Prado o los jardines de la Alhambra.

Soy antitaurina radical, por si aún no había quedado claro. Estoy totalmente en contra de un ¿espectáculo? en el que la gente aplaude y jalea y disfruta mientras se tortura lentamente y luego se mata a un ser vivo. Mi cabeza no puede concebirlo. Ni mucho menos me da para entender que a todo eso se lo intente definir con la palabra mágica, “cultura”, como si así pudiera limpiarse el rastro de toda esa sangre que dejan las corridas, la oscuridad del sufrimiento que producen con el único fin de despertar no sé qué perverso placer en algunos.

Por eso me ha alegrado tanto la decisión del ministro de Cultura, Ernst Urtasun, de retirar el Premio Nacional de Tauromaquia, que para colmo dependía de la Dirección General de Bellas Artes. Aunque no me crean, les aseguro que el pasado día 3, después de que se anunciase la noticia, me asomé a la ventana y vi a una especie de duendecillos pegando saltos bajo los árboles. Eran las palabras “cultura”, “artes” y “bellas”, que festejaban lo ocurrido al grito de “¡Por fin nos han quitado la tortura y la muerte de encima!” Resplandecían como nunca, pueden estar seguros, vaya si resplandecían.

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