Opinión

Otra mirada

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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El sábado pasado me acerqué a la Fundación Mapfre de Madrid, donde se expone la obra del fotógrafo norteamericano Edward Weston. A Weston se le consideró un pionero por la originalidad en el tratamiento de la forma. Una de sus obras más famosas y la elegida como imagen publicitaria de la exposición, es la fotografía de una caracola. Muchas de sus obras plantean una mirada distinta de ciertos objetos y de la naturaleza. Una invitación a ver más allá de lo evidente. El lugar elegido desde el que dispara la foto es una invitación a imaginar. A mí la caracola me lleva a un animal mitológico. Una trompa que termina en una enorme boca. Una gramola, quizá, el muslo de una mujer. Las tres obras siguientes, son distintas tomas de un pimiento. En una de ellas veo los músculos poderosos de un hombre que brillan en alta resolución. Una auténtica verdura halterófila. En las fotografías de Weston el arte es otra mirada de lo cotidiano. Una búsqueda de la belleza en la composición de la obra que nos conduce más allá de lo obvio. A veces solo es la impresión de algo que nos inquieta, nos incomoda o nos sumerge en lo extraño, en otra realidad más allá de la conocida, de la tangible. Su fotografía se aproxima al poema. Más que un concepto cerrado, busca provocar una emoción, una pregunta, una reflexión, remover.

EFE/ Alejandro García

¿Han probado a contemplar un objeto, la rama de un árbol, una roca, las olas del mar durante unos minutos? Una visión distinta se abre ante nosotros. La roca puede ser un rostro, las olas del mar, leche derramada. Cada hallazgo es único. Una puerta a nuestro mundo interior. En este sentido, el arte es un antídoto contra la uniformidad de pensamiento que acecha cada vez más nuestros días, ese miedo de nuestro siglo a ser cancelados por no pensar conforme a la mayoría que se yergue en posesión de la verdad. Allí donde el discurso político o mediático tiende a homogeneizar y simplificar la realidad elevándola a certeza, el arte introduce matices, preguntas, silencios. Nos abre a nuevas interpretaciones como un arma contra la intolerancia. El arte nos enseña que hay otros significados, otros puntos de vista, que las certezas no existen, son pasajeras. Nos aporta la posibilidad de otra mirada, de otra forma de expresión. El arte huye de la uniformidad y nos enseña a ser flexibles, a liberar la imaginación, a reflexionar y experimentar. Nos invita a traspasar la frontera de lo que creíamos, a descubrir que una caracola puede ser mucho más. Nos enseña a quitarnos las gafas con las que miramos la realidad en la que vivimos inmersos y probar otra mirada, aquella que aparece cuando le damos permiso, cuando dejamos de juzgar y nos tomamos el tiempo necesario para observar más a fondo.

¿O es que ya estamos programados para ver todos lo mismo? En un mundo como el nuestro, donde el llamado pensamiento único es una garantía de consumo, un producto que se moldea con algoritmos, que se vende y se compra, el arte es la oportunidad de mirar distinto. De escuchar al otro. De encontrarse en la diferencia y celebrarla. De aprender de ella. Es una oportunidad de sumergirnos en el hallazgo. Lo privado, lo íntimo, se hace público. Y es que la manera en que vivimos lo íntimo es reflejo de cómo nos comportamos en sociedad. ¿Permitimos opiniones distintas a las nuestras en casa, con los amigos? ¿Cómo nos comportamos ante ellas? ¿Acaso lo que sentimos en juego no es solo nuestra ideología sino nuestra propia identidad? En la diferencia, en la pluralidad de miradas, late la verdadera riqueza de nuestra especie. Y el arte nos lo recuerda.