Ya me imagino las reacciones sólo viendo el titular. Pero no, ni en mis sueños más distópicos contemplo una sociedad donde el divorcio esté prohibido de nuevo. Sé de muchas parejas que sufrieron encerradas en una institución de la que cualquier escape iba a resultar en un trauma severo para ellos y sus familias. Cuando por fin llegó el divorcio a nuestro país a principios de los 80, pudo hacerse legal lo que ya era un clamor en la sociedad. Para mí misma fue una bendición justamente en estos años. Así que, no, no malinterpretan el sentido de esta pregunta. Es otra cosa la que quiero plantear, y es ese tótem en el que se ha convertido el mismo concepto. Y tampoco queremos la censura otra vez, ¿no?
Por supuesto que nos tenemos que plantear muchas cosas, y el divorcio es una de ellas. No como derecho, naturalmente, sino como esa idea que defienden algunos tan felizmente (no sólo en la izquierda) de que constituye un “avance” por sí mismo. El avance es que exista como derecho, como opción, pero no debemos cerrar los ojos a que el divorcio como tal constituye un desastre en muchísimas ocasiones. Ya sé que suena a poco “progresista” traer el tema a colación. Pero debemos tener muy claro que si “progresista” significa que nos va a traer el “progreso”, no lo hace quien prefiere enterrar la cabeza en la arena sin hacerse preguntas comprometidas.
Es exigible una valoración sensata y racional de cómo afecta el divorcio a las familias ahora que han transcurrido suficientes años para tener una perspectiva amplia. Porque el único progresista es aquel que se apoya en la ciencia y en los datos comprobados. Los demás son simples sectarios que recitan eslóganes de los 70. Por ello, tenemos que felicitarnos porque aparezca un nuevo estudio en EEUU elaborado con gran rigor y alcance. Aunque lo que nos muestre sea tan preocupante.
El trabajo se titula ‘Divorce, Family Arrangements, and Children’s Adult Outcomes’, lo publica el National Bureau of Economic Research (NBER) y sus autores son Andrew C. Johnston, Maggie R. Jones y Nolan G. Pope. Un estudio masivo que, comparándolos con niños cuyos padres permanecieron siempre juntos, monitoreó a más de un millón de niños a lo largo de 50 años. Con resultados devastadores. Resumiendo mucho: después del divorcio, los niños se enfrentan a un 60 % más de riesgo de embarazo adolescente, un 40 % más de riesgo de ir a la cárcel, un 45 % más de riesgo de muerte prematura, a un 9-13 % menos de salario en la edad adulta o menores posibilidades de ir a la universidad.
Aunque la decisión y el proceso del divorcio pueden ser muy duros, el verdadero daño suele venir de la vida después del divorcio. Es la reacción en cadena, las fichas de dominó de lo que sigue después. ¿Por qué? Pues porque, a menos que uno sea muy rico, y los divorcios y separaciones hoy en día se dan más en las clases bajas, romper una pareja resulta en una disminución de ingresos, en el trastorno de tener a partir de entonces a unos padres que viven separados, a que muchas veces hay que mudarse a barrios más pobres, o que, de repente, hay padrastros que llegan a tu vida con todos los interrogantes. En EEUU, según este informe, la mitad de los padres divorciados se vuelven a casar en un plazo de cinco años. Y esto introduce a unos padrastros y hermanastros en el hogar que pueden afectar al sentido de pertenencia de los niños, perdiendo la confianza y la estabilidad.
Algunos dirán que “un hogar infeliz es peor que el divorcio”. Pero en la mayoría de los casos son de bajo conflicto. No implican violencia. Y aun así, el divorcio no rescata a los niños, sino que les roba lo que tenían. El estrés emocional y la desintegración familiar tienen profundas consecuencias. Al divorcio le hemos llamado “avance”, pero sólo lo es si se contempla como una solución extrema con la que podemos contar. No es “progresista” ni un avance por sí mismo. Considerarlo así no es más que una “idea lujosa” de las que habla Robert Henderson. Y hay que hablar de ello con estudios serios.