Opinión

Si su escuela es comunidad de aprendizaje, cuidado

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En los últimos días, hemos conocido una serie de denuncias preocupantes relacionadas con centros educativos que aplican el modelo de comunidades de aprendizaje promovido por el grupo CREA de la Universidad de Barcelona. Lo que ha generado más alarma pública, más allá de la vinculación de estas escuelas con el catedrático actualmente acusado de abusos sexuales, son sobre todo las prácticas pedagógicas que están saliendo a la luz. Entre ellas, una destaca por su crudeza: la llamada “cortina mágica”.

La cortina mágica es un mecanismo que consiste en aislar a niños que hayan tenido conductas consideradas “violentas” o contrarias a las normas del grupo. En la práctica, esto significa que, durante un tiempo determinado, ese alumno no puede participar en las actividades sociales habituales: sus compañeros no pueden hablarle, no pueden jugar con él, y queda fuera del mural colectivo, un elemento simbólico de pertenencia al grupo. Según la información publicada por RTVE, en algunas aulas esta exclusión puede durar un día entero o incluso más. La escena que se describe es dura: niños llorando desconsolados, sin entender por qué han sido aislados, sin herramientas para reparar su situación.

Los defensores de esta práctica argumentan que no se trata de castigar al niño, sino de sancionar su actitud. Se dice que la comunidad excluye la violencia, no a la persona. Sin embargo, resulta difícil sostener esa distinción con niños de tres, cinco o siete años, que están en pleno desarrollo emocional, y para quienes la pertenencia al grupo y el vínculo afectivo son esenciales. Un niño pequeño no tiene aún la capacidad cognitiva ni emocional para separar con claridad su conducta de su identidad. Si se le ignora, si sus compañeros le dan la espalda, lo que siente no es una corrección pedagógica, sino un castigo social profundo, incluso una forma de humillación.

Las comunidades de aprendizaje nacieron con la intención de promover una educación más inclusiva, participativa y transformadora, especialmente en contextos con alta vulnerabilidad social. Pero cuando dentro de ese marco se introducen prácticas que reproducen lógicas disciplinarias duras —aunque envueltas en un lenguaje aparentemente colaborativo—, es necesario alzar la voz y revisar críticamente. Innovar no es imponer dinámicas nuevas por el simple hecho de que son distintas, sino verificar que esas dinámicas cuidan a los niños, que no lesionan sus emociones, que no les enseñan a excluir como mecanismo de control.

Estos centros están por toda España. En Cataluña, la respuesta de la Generalitat, por ahora, ha sido nula. Se apela a la autonomía de los centros y se afirma que no existe una relación directa entre la Consejería de Educación y el CREA. Pero cuando hay familias denunciando, cuando docentes y expertos hablan de prácticas inhumanas, y cuando niños sufren por decisiones pedagógicas, no basta con mirar hacia otro lado. La autonomía no puede ser sinónimo de impunidad. Debe existir un marco claro de supervisión, de evaluación de impacto, y sobre todo, de protección efectiva de los derechos del alumnado.

En lugar de estrategias punitivas disfrazadas de participación, la escuela necesita más pedagogía restaurativa. Necesita adultos que acompañen, que escuchen, que ayuden a reparar. Que entiendan que los conflictos son una oportunidad para crecer, no una excusa para marginar. Cuando una comunidad educativa convierte la exclusión en herramienta, corre el riesgo de enseñar que la pertenencia es condicional y que solo los niños que permiten ser controlados merecen ser escuchados, vistos o tenidos en cuenta.

Nada de esto es menor. Porque los niños y niñas aprenden tanto o más de lo que se vive en el aula como de lo que se enseña. Si lo que viven es silencio, aislamiento o abandono emocional por equivocarse, eso es lo que aprenden a reproducir. Y entonces, la comunidad de aprendizaje deja de ser un espacio de transformación para convertirse en una estructura que perpetúa formas de violencia.

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