Opinión

Ucrania: la paz que puede costar demasiado

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En estos días, se ha hablado intensamente acerca de un posible cese de las hostilidades entre Ucrania y Rusia. Las conversaciones mantenidas parecían generar renovadas expectativas. De hecho, Donald Trump llegó a afirmar –con la contundencia que le caracteriza– que el fin de la guerra podría ser inminente. Sus palabras, pronunciadas a comienzos de esta semana, dejaban poco margen de interpretación al subrayar que la paz podría estar más cerca que nunca; una situación que abriría la puerta a un eventual acuerdo. No obstante, por el momento no existe pacto alguno sobre la mesa y todo parece indicar que los avances advertidos a comienzos de la semana carecen de continuidad real.

Las negociaciones celebradas entre representantes ucranianos y norteamericanos arrojaron, por poco tiempo, cierta esperanza. En todo caso, resulta positivo constatar que las delegaciones de ambos países se reunieron con el propósito de sentar las bases hacia un futuro convenio de paz. Sin embargo, las condiciones en las que se produjeron estos encuentros muestran hasta qué punto la soberanía ucraniana parece erigirse en una simple moneda de cambio: por un lado, Kiev barajó su renuncia a integrarse en la Organización del Atlántico Norte (OTAN) y, por otro lado, Washington insistió en que las fuerzas ucranianas debían retirarse del Donbás. Es evidente que estas circunstancias ponen de relieve la profunda asimetría que rodea al proceso negociador impulsado por Estados Unidos respecto de un conflicto en el que Ucrania –no lo olvidemos– es el país agredido.

Volodymyr Zelensky asiste a una conferencia de prensa conjunta después de su reunión con el presidente polaco Karol Nawrocki en el Palacio Presidencial en Varsovia, Polonia, el 19 de diciembre de 2025.
EFE/EPA/PAWEL SUPERNAK POLAND OUT

Sea como fuere, antes de constatar que los supuestos progresos no eran más que un mero espejismo, los líderes de Reino Unido, Francia, Alemania e Italia (junto con los de otros siete Estados) se apresuraron a agradecer –en un comunicado conjunto– los esfuerzos realizados por el mandatario norteamericano. Además, valoraron positivamente las dinámicas de trabajo desplegadas conjuntamente por el equipo de Donald Trump y Volodymyr Zelensky. Partiendo de un escenario que se percibía como esperanzador, se plasmaron una serie de compromisos que los líderes europeos estaban dispuestos a asumir. El primero de ellos hacía hincapié en la idea de proporcionar a Ucrania apoyo a sus fuerzas armadas con el fin de disuadir y defenderse de eventuales agresiones futuras. A tal efecto, se estableció que el número total de efectivos ucranianos debía alcanzar y, por tanto, limitarse a la cifra de los 8000.000.

En segundo lugar, se anunció la creación de una fuerza multinacional integrada por aquellos Estados dispuestos a participar en el marco de la Coalición de los Dispuestos (Coalition of the Willing), destinada no sólo a regenerar las fuerzas ucranianas, sino también a proteger su espacio aéreo y marítimo. Como tercera medida, se contempló la creación de un mecanismo de supervisión y verificación del alto el fuego, liderado por Estados Unidos, que se ocuparía de alertar sobre cualquier posible ataque; además, de atribuir y responder ante eventuales incumplimientos. En cuarto lugar, se dispuso la adopción de un acuerdo vinculante orientado a restablecer la paz y la seguridad en caso de una futura agresión. El quinto punto recogía el apoyo a la recuperación y reconstrucción de Ucrania. Finalmente, se respaldó la adhesión de Ucrania a la Unión Europea.

Miembros del Servicio Estatal de Guardia de Fronteras de Ucrania vigilan un paso fronterizo con Bielorrusia en la región de Chernigov (Ucrania), el 18 de diciembre de 2025.
EFE/EPA/MARIA SENOVILLA

Sin embargo, con suma celeridad el Kremlin se ocupó de rebajar la posibilidad de articular un acuerdo de paz, aduciendo –entre otras cuestiones– que las garantías de seguridad debían confeccionarse en favor de Rusia. En línea con este planteamiento, manifestó su rechazo frontal a la eventual presencia de tropas de la OTAN en territorio ucraniano. A su modo de ver, la Coalición de los Dispuestos implicaría de facto el despliegue de fuerzas vinculadas a la citada organización. Una circunstancia inaceptable para Vladimir Putin quien, por cierto, ha insistido en que un alto el fuego será únicamente posible si Ucrania abandona el Donbás. Es más, atendiendo a sus palabras, en el caso de que el ejército ucraniano no se repliegue, la zona en cuestión será ocupada militarmente. Esta exigencia constituye claramente una línea roja para Moscú sobre la que no parece haber margen de negociación posible. Cabe recordar que el plan de 28 puntos confeccionado por Trump para Ucrania contemplaba la comentada cesión territorial. Los líderes europeos, por su parte, sostienen que la modificación de fronteras no puede ser consecuencia del uso de la fuerza. Este profundo desacuerdo constituye, sin duda, uno de los principales escollos que bloquea cualquier avance sustantivo en las negociaciones y pone de manifiesto la dificultad –cuando no la imposibilidad– de conciliar las posiciones actualmente en liza.

Al margen de la naturaleza irreconciliable de las posiciones descritas, conviene subrayar que el ordenamiento jurídico internacional se asienta sobre principios estructurales que excluyen de forma categórica cualquier adquisición territorial obtenida mediante la amenaza o fuerza militar. Así lo consagra el artículo 2.4 de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas. Dicho precepto legal goza, además, de un estatus normativo reforzado en el marco del Derecho Internacional, ya que se erige como una norma imperativa (o ius cogens). Consecuentemente, la adopción de un acuerdo que –por mucho que pretenda restaurar la paz– conlleve una violación de esta clase de normas, será considerado nulo. De manera similar, si un Estado resulta vinculado por un tratado adoptado mediante la coacción o las amenazas ejercidas por otro, dicho instrumento carecerá de efectos jurídicos. Así queda estipulado en la Convención de Viena de 1969.

El presidente del Sejm polaco, la cámara baja del Parlamento, Wlodzimierz Czarzasty (derecha), da la bienvenida al presidente ucraniano Volodymyr Zelensky (izquierda) antes de su reunión en el edificio del Parlamento polaco en Varsovia, Polonia, el 19 de diciembre de 2025.
EFE/EPA/Marcin Obara

Estas consideraciones adquieren una relevancia singular en el contexto del conflicto ucraniano en la medida en que impiden conferir validez jurídica a cualquier alteración territorial impuesta mediante el uso de la fuerza militar o articulada a través de un instrumento que pretenda otorgar una apariencia de legitimidad. Lo anterior no sólo afecta a las partes implicadas en la disputa, sino también a terceros Estados que –de conformidad con la Corte Internacional de Justicia– estarían obligados a no reconocer como lícita la ocupación de un país en el territorio de otro. A pesar de que el orden internacional es claro, nada parece indicar que las pretensiones territoriales de Vladimir Putin vayan a detenerse. En el año 2014, Rusia se anexionó Crimea que, desde ese momento, quedó bajo el dominio de Moscú. La imposibilidad de revertir aquella situación puso de manifiesto las limitaciones del referido orden jurídico internacional que se vio superado por la lógica de los hechos consumados. Y ahora, a estas alturas, cabe plantearse si ese mismo patrón volverá a reproducirse.

La experiencia histórica del siglo XX demuestra que ceder ante la imposición territorial rara vez satisface a quien recurre al uso de la fuerza. Europa ya aprendió, en la antesala de la Segunda Guerra Mundial, que la política de apaciguamiento frente a las exigencias territoriales alemanas no sólo no evitó el conflicto, sino que terminó por hacerlo inevitable. Hoy, en torno a Ucrania, se agudiza este incómodo debate acerca de si sacrificar o no los principios jurídicos fundamentales en aras de una paz inmediata; una decisión que, sin duda, tendrá un elevado coste en el caso de que se opte por violentar el Derecho Internacional como un medio para solventar conflictos. Si ello sucediera, habría que ir desmontando –pieza a pieza– el frágil entramado normativo emergido tras la referida contienda, asumiendo que la fuerza vuelve a erigirse –abiertamente y sin tapujos– como la estrategia principal y que la estabilidad internacional queda –sin ningún tipo de impedimento ni disfraz– a merced del más fuerte. Estaríamos, indudablemente, ante un retroceso de enormes proporciones.