La historia reciente de España, particularmente desde la Transición, ha estado marcada por una sucesión de escándalos de corrupción. El derrumbe del régimen franquista y la consiguiente apertura política y mediática pusieron en el punto de mira las estructuras de poder; escándalos antes sepultados o ignorados surgieron a la luz pública. En este contexto, y a raíz del escándalos que asola el país con el caso Koldo, los casos Gürtel y ERE de Andalucía emergen como los más emblemáticos del último medio siglo. A partir de la proporción de género entre los implicados, cabe preguntarse: ¿existe un sesgo real hacia la corrupción masculina o simplemente un reflejo de las dinámicas de poder tradicionales?
En España, entre 2000 y 2020 se registraron 3.743 casos de corrupción política, según la Universidad de Barcelona, y el Índice de Percepción de la Corrupción sitúa hoy al país en el puesto 35 a nivel global y el 14 entre los 27 miembros de la Unión Europea. La caída en el ranking revela que la corrupción persiste como un desafío estructural.
Para evaluar el peso de género en la corrupción institucional, en Artículo14 analizamos dos procesos judiciales de gran calado, gracias a los datos
En el caso Gürtel, la sentencia del juicio central de mayo de 2018 condenó a diez personas. De estas, siete eran hombres —con penas de prisión entre 12 y 38 años—, y tres, mujeres. Dos recibieron condenas de 9 y 15 años de cárcel; una tercera solo una multa económica. El Partido Popular fue sancionado con una multa; la exministra Ana Mato evitó la cárcel y fue multada. En términos proporcionales, esta muestra refleja un 70 % de varones y un 30 % de mujeres condenadas, una proporción especialmente alta para el contexto judicial español.
El juicio por los ERE en Andalucía, resuelto en diciembre de 2019, implicó la condena de 19 personas: 17 varones (89,5 %) y únicamente dos mujeres (10,5 %). Una de ellas, Magdalena Álvarez, fue inhabilitada pero no ingresó en prisión tras la anulación parcial de su condena; la otra, Carmen Martínez Aguayo, enfrentó seis años de cárcel y una pena complementaria de inhabilitación, también posteriormente modificada por el Tribunal Constitucional. En piezas menores, como la de Uvesa y ACECO, se añadieron algunas condenas femeninas (incluida una reclusión de cuatro años), pero apenas alteran la proporción: las mujeres constituyen aproximadamente entre el 9 % y el 13 % del total de condenados en estas tramas.
En conjunto, considerando ambos procesos y con una estimación de 32 a 33 condenados, solo entre seis y siete son mujeres, lo que sitúa la proporción femenina en una franja del 19 % al 22 %. Porcentajes elevados respecto a los estándares de representatividad femenina en puestos de poder (20 % en ministerios, etc.), pero insuficientes para desvincularse de un patrón masculinizado: sigue reflejando una clara preponderancia masculina allí donde se gestiona el poder y se fraguan los delitos de corrupción.
“El sexo no determina la tendencia”
No obstante, los datos no provocan una conclusión determinista, y es en ese punto donde Rocío Lacasa, psicóloga, interviene para aportar perspectiva. “Desde una perspectiva psicológica, existen diferencias moderadas pero significativas en la manera en que hombres y mujeres abordan las decisiones morales y éticas, influenciadas en parte por variaciones en el procesamiento emocional, los estilos de razonamiento moral y los procesos de socialización… Una diferencia crucial está en la aversión al riesgo, que tiende a ser menor en los hombres. El menor aversión al riesgo en hombres facilita la decisión de involucrarse en comportamientos ilegales cuando perciben que la ganancia justifica el peligro”.

Esta reflexión sugiere que la corrupción masculina no es necesariamente fruto de mala intención per se, sino de una convergencia de condiciones: acceso al poder, socialización que premia la competitividad, menor temor al riesgo y marcos cognitivos que permiten racionalizar acciones dudosas. Lacasa ofrece más luz sobre los mecanismos mentales que facilitan conductas corruptas: “En cuanto a sesgos cognitivos relevantes en el contexto de la corrupción […] cuando no son contrarrestados por una cultura ética organizacional sólida o mecanismos de control externo, pueden crear una ‘zona gris’ moral donde la corrupción se vuelve psicológicamente tolerable”.
Esto conecta con lo que ocurrió en la estructura institucional del PP o la Junta de Andalucía: redes cerradas, complicidades, cultura de impunidad. En ese marco, la suma de varones proactivos y sistemas permisivos multiplica la incidencia delictiva. Según publica María Amparo Novo, Doctora en el Departamento de Sociología de la Universidad de Oviedo, las mujeres son en general más reacias a incurrir en conductas corruptas que los hombres, fruto de las diferencias en la educación que reciben. “Si bien la variable de género existe, es más determinante el contexto”.
“Existe una relación directa entre el nivel de democracia de un país, el nivel de representación de la mujeres en puestos de responsabilidad, la calidad del gobierno y una menor corrupción”. Este planteamiento desmonta la idea de un género criminal por esencia, y apunta a que la inclusión femenina en espacios de poder funciona como freno a los niveles de corrupción. Cuando la presencia de mujeres crece en cargos públicos, el índice de corrupción se reduce notablemente; como también lo confirma un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo. Es decir, que “es más importante el contexto” que el factor de género. “Si el contexto es más democrático, el número de mujeres en puestos políticos se incrementa y la corrupción disminuye”.
Éxito, competición y demostración de poder
Desde el punto de vista sociológico, la distribución de género no es aleatoria. Lacasa lo explica así: “La presión por el éxito y el poder se manifiesta de manera diferente según el género. En el ámbito profesional, los hombres tienden a buscar el éxito, competir y demostrar poder, incluso cruzando límites éticos, mientras que las mujeres experimentan una mayor presión por cumplir normas y preservar una reputación ética. Ante amenazas a su estatus, algunos hombres responden con conductas de riesgo, agresividad o corrupción instrumental, mientras que en las mujeres tiende a generar formas más sutiles de manipulación o control indirecto”.
Este contraste explica por qué, en contextos de poder jerárquico dominados por hombres, la tasa de corrupción es mayor en ellos. El reconocimiento social del éxito —y su relación con la identidad masculina— incentiva el logro a toda costa; por contraste, las mujeres suelen guardar más la reputación y evitar las acciones que puedan poner su carrera en riesgo.
Además, Lacasa subraya que, cuando existen ambientes éticamente laxos, ciertas formas de autoengaño afianzan la conducta corrupta: “Aunque los mecanismos de justificación moral son universales, existe evidencia que sugiere que la frecuencia y la forma en que se activan pueden variar según el género. Los hombres tienden a recurrir con mayor frecuencia a la desconexión moral y a la minimización del daño, refugiándose en el ‘todos lo hacen’”.
La “Tríada Oscura”
La prostitución de la ética, mediante la racionalización, encuentra terreno fértil en aquellos que justifican su poder y privilegios. Junto a los factores psicológicos, también está presente la prevalencia de personalidades de la llamada Tríada Oscura (narcisismo, maquiavelismo, psicopatía subclínica). Estas rasgos correlacionan con la corrupción, especialmente dentro de jerarquías rígidas: “Numerosos estudios han evidenciado que estos rasgos son más prevalentes en hombres. Cuando el contexto permite la impunidad, la personalidad oscura se convierte en un recurso adaptativo para quienes buscan mantener o escalar posiciones de poder”.
La psicopatización del poder es una advertencia: no son individuos aislados, sino estructuras que estimulan comportamientos predatorios. Sin embargo, de manera complementaria, a nivel organizativo, también existen resistencias éticas y sistemas de control que reducen la filtración de conductas corruptas. Y, de nuevo, Lacasa propone vías de prevención: “Desde una perspectiva de prevención, algunas estrategias podrían ser: reestructurar la socialización de género, implementar programas de educación ética emocional, promover entornos organizacionales éticos. No sólo individuos corruptos generan sistemas corruptos; también es al revés”.
Estas medidas tienen eco en estudios internacionales: una mayor presencia femenina en el poder tiende a reducir la corrupción institucional, según investigaciones como la de Dollar, Fisman & Gatti (2001): la representación equitativa actúa como factor moderador. Gran parte de la corrupción se gesta en redes informales dominadas por hombres, conocidas como “old boys’ clubs”, compuestas por relaciones personales, favores cruzados y complicidad tácita. Mujeres y personas ajenas a estos círculos quedan fuera, y con ello se reduce su exposición tanto a cometer como a ser cómplices de corrupción. El caso Gürtel es representativo de una red altamente organizada, mientras que los ERE muestran cómo la concentración de decisiones y la ausencia de rendición de cuentas permiten ciertos abusos.
Acceso, privilegio y socialización
Si bien las estadísticas evidencian una mayoría masculina entre los condenados por corrupción, no se trata de un juicio moral sobre la esencia de un género. Es más bien un efecto colateral de la combinación de acceso, privilegio, personalidad, socialización y entornos permisivos donde el delito se diluye en la cultura corporativa. El foco debe estar, entonces, no en criminalizar psicológicamente a los hombres, sino en reformar los sistemas de poder, democratizar el liderazgo, formar desde la infancia para una ciudadanía ética, y asegurar que las organizaciones públicas y privadas no sean caldo de cultivo para la impunidad.
Mientras esos cambios no se consoliden, seguiremos comprobando que las condiciones estructurales han favorecido —cuando no generado— una mayor presencia masculina entre los responsables de la corrupción. Reclamar la justicia pasa por sumar transparencia, equidad de género en la autoridad y liderazgos con valores, basados en la ética y no en la dominancia. Así, más que señalar a los individuos, es clave transformar los sistemas, sanitizar las instituciones y afirmar que el futuro de la política y la gestión pública no solo depende de quién dirige, sino de cómo dirige.