El almuerzo en un reservado de El Ventorro, el día de la Dana, ha pasado de ser una simple comida a un símbolo —y potencial prueba— clave en la investigación judicial sobre la gestión de la tragedia de la DANA que dejó 229 muertos en la Comunidad Valenciana. En ese reservado exclusivo, Mazón y Vilaplana compartieron mesa casi cuatro horas, de las 15:00 a las 18:45, según la declaración de la periodista.
Vilaplana detalló ante la jueza encargada del caso que durante esa comida Mazón estuvo recibiendo llamadas y escribiendo mensajes constantemente. Afirmó que él estaba “comunicado, no aislado”: hablaba y escribía, aunque no compartió con ella el contenido de dichas comunicaciones. También señaló que ella no escuchó ninguna conversación relevante —ni oyó hablar de la DANA, ni de emergencia alguna— y que Mazón no demostró preocupación visible.

Hasta ahí, su versión: discreta, aparentemente inocente. Pero conforme avanza la investigación, esa versión ha empezado a tambalearse, y lo que antes pudo parecer una mera declaración ha adquirido un tono cada vez más problemático para Vilaplana.
La jueza de Catarroja ha pedido al restaurante la factura, fotografías del reservado y un plano con sus medidas exactas. Según los datos aportados, el espacio no es un rincón aislado sino una sala de tamaño moderado, con ventanales y una mesa ovalada en el centro, sillones, sillas y un mueble auxiliar.
Cuesta creer que no oyera nada en una sala donde solo estaban ellos dos. Ese detalle técnico —el plano, el tamaño del espacio— ha sido interpretado por varios partidos y miembros de la oposición como una prueba de que resulta “imposible” que Vilaplana no pudiera oír algunas de las conversaciones que Mazón habría mantenido. En palabras del diputado de Compromís adscrito a Sumar en el Congreso, Alberto Ibáñez, “o llevaba cascos puestos o no recuerda nada”.
A lo anterior se suman otros datos que complican aún más la posición de Vilaplana. El dueño de El Ventorro declaró ante la jueza que Mazón y Vilaplana salieron entre las 18:30 y las 19:00, cuando ya no había otros clientes, y que fue él quien mandó a los empleados a casa.
Vilaplana no retiró su coche hasta las 19:47. Entonces fue cuando Mazón llamó por primera vez a la consejera Pradas. A partir de ahí el expresidente se dirige al CECOPI y entonces se envía la alerta a la población. Ya por entonces había decenas de muertos.
Todo esto, o la mayor parte de lo descrito, Maribel Vilaplana lo sabía desde hace más de un año. Hace unos meses decidió contar parte de lo vivido, un retraso imperdonable en una periodista que se debe a un código deontológico. Cuántas familias habrían querido saber dónde estaba el entonces presidente mientras sus seres queridos se ahogaban. Por qué no había enviado el mensaje a tiempo. Cuántas de las 229 víctimas se habrían salvado.

Lo sucedido en El Ventorro revela una realidad incómoda: la versión de Vilaplana ya no parece sostenible. Los datos materiales, la tardanza en explicar lo que vivió y los testimonios contradictorios dibujan un escenario en el que va perdiendo credibilidad. Por contra, resulta verosímil, que oyera algunas de las conversaciones. Por lo tanto, o mintió, o fue negligente.
La exigencia de transparencia y responsabilidad —principal demanda de las víctimas, de la sociedad, del proceso judicial— deja en evidencia la versión actual de los hechos. Una periodista se debe a la verdad, por incómoda, dolorosa y arriesgada que resulte. Las familias claman por esa verdad, reparación y justicia. No son palabras vacías. Quien de verdad cree en la profesión las lleva dentro.



