Opinión

Más Cuartangos, más Cembreros

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Está el ambiente cargado, feo, irrespirable en casi todos los ámbitos de nuestra sociedad. El virus de la extrema ideología, el que inunda todo de radicalización, absurdo y sinrazón, el que convierte a los hombres en ovejas, a los profesionales en guiñoles, a las malas personas en peores y amarga el carácter de las buenas, se está apoderando tanto de la esfera pública como de la privada. Esa epidemia que mata a las ideas, que aborta las reflexiones, que nos entrega sin piedad a los mecanismos facilones de la inercia polarizadora, la que nos hace más mediocres al conducirnos por los senderos de las respuestas fáciles, de los zascas rastreros, de los ataques bajunos. La que nos separa de la mesura y nos susurra que hay un enemigo siempre enfrente que no va a parar hasta vernos destruidos.

Trincheras, zanjas, barro. Insultos, exabruptos, poses. Tono bronco, faltas de respeto, juego sucio. Andamos, como los hámsteres, dentro de una rueda de miseria, avanzando en un círculo vicioso y eterno, convencidos de que la culpa no la tenemos nosotros, sino los otros, que son siempre más malvados. La irresponsabilidad se contagia, es un mal pegajoso que busca siempre una réplica para legitimarse. Todos estamos actuando en defensa propia, atacando en defensa propia. No hay banderas blancas, no hay espacio para el diálogo, que ya suena a chifla, a cosita antigua, a excusita de tibio. La moderación, según el diabólico planteamiento actual, es un eufemismo de cobardía, una manera de estar caduca, que no vende, que no engancha, que no casa con la inmediatez imperante en la que solo caben discursos infantiloides, reposteables, patrones de batallas de gallos, de raperos sin talento que usan pareados amparados por una base a la que ni siquiera se acoplan bien.

Pero el público quiere sangre, pelea, y hacemos de cualquier espacio un coliseo para ampliar esta guerra sin cuartel que promociona la política. La verdad es secundaria, la mentira es un arma, la honradez es un freno tedioso que no nos deja competir en igualdad de condiciones. Entonces, al cuerno, al diablo, si tú me pisas, yo te piso, si tú inventas, yo invento, si tú eres un tramposo, pues yo también. Y ahí seguimos, convirtiendo todo en una maraña sin sustancia, en la que nada sea reconocible, en la que los hechos se confundan con los relatos bastardos, con las narrativas fantasiosas de unos y de otros.

De nada importa ya la razón, si tenemos nuestra zona de confort en ciertos reductos donde digan lo que queramos escuchar. Y si, por casualidad, escucho un punto de vista diferente, antes siquiera de que mis neuronas se activen para darle una pensada a lo que se expone, el mecanismo de defensa del fanatismo ya se ha puesto en marcha para encasillar al hereje con alguna etiqueta que haga más sencilla la tarea de desmontar su discurso.

Este repugnante problema tiene podrido por dentro a mi profesión, el periodismo. Uno de los bastiones más importantes de la democracia en tiempos de zozobra. Los partidos han conseguido neutralizar al cuarto poder, y nosotros, nos hemos entregado a una ridícula guerra sin cuartel entre iguales en la que, unos y otros, nos hemos refugiado bajo las faldas de las formaciones que ocupan los extremos del tablero. Vernos a los periodistas sacándonos los ojos entre nosotros es de los peores síntomas del tiempo contemporáneo, porque nos estamos quedando ciegos, porque los de las sedes están afilando los dientes, disfrutando con esta gresca entre redacciones que lo único que hace es emponzoñar el único antídoto que tenemos contra la manipulación: la información.

Se ha roto la solidaridad entre colegas, y la han roto, a placer, todos esos políticos que han creado un marco de buenos y malos, que han desviado a los profesionales de su misión de fiscalizar al poder para meternos en una refriega en la que los periodistas somos sus peones. Para los anales de la infamia queda ese ‘Manifiesto contra el Golpismo Judicial y Político’ que muchos colegas firmaron. No se puede decir que ahí empezara todo, pero desde luego fue el hito que hizo que se desataran las hostilidades y se pusiera una línea en mitad del terreno de juego. Aún no he escuchado a ninguno de los que firmaron aquel desprestigio pedir perdón por difamar a los compañeros a los que se les tachaba de buleros por publicar informaciones que posteriormente se han revelado verdaderas. Y eso es grave.

Porque esto ha hecho que, al seguir negando la realidad de que aquellas revelaciones no solo eran buenas, sino que además eran trascendentes, la profesión no ha empujado para que se esclarezcan los hechos y haya asunción de responsabilidades. No se están haciendo las preguntas pertinentes, solo se repiten argumentarios que llegan desde las salas de máquina de las productoras de las formaciones. El rigor se ha extraviado en este manicomio repleto de activistas estratégicamente repartidos que revientan los debates con un tono quinqui y desafiante, sin hondura ni poso en sus intervenciones. No se fomenta el debate, solo el circo, la implantación del sesgo. Y esto lleva al sesgo marrullero de la división salvaje, en la que todos defendemos la democracia mientras nadie piensa en la democracia.

Se han perdido en este fenómeno la educación, los valores, la empatía. Buena prueba de ello es ver como estos días algunos personajes han fomentado una campaña feroz y rastrera contra un chaval por ser hijo de su padre y dedicarse a lo mismo que él. Mira, te podrá parecer más o menos procedente que haga las prácticas donde trabaja su progenitor, pero atacar sin piedad a un tipo de 18 años con tal de difamar a quien lo engendró para seguir engordando la reyerta ideológica es vomitivo y dice mucho del nivel de desquiciamiento y deshumanización en el que estamos inmersos. Se están traspasando líneas muy peligrosas, que están dejando al descubierto la poca calidad humana de quien las borra.

Un buen periodista debe ser una buena persona. Yo siempre pongo el mismo ejemplo. En este hoyo de sinrazón en el que nos encontramos, en este esperpéntico contexto de degradación y burla, de gente echada al monte soltando barbaridades que ni se sostienen, pero que les da igual, yo mantengo la esperanza e intento absorber el espíritu de dos personas con las que tengo la suerte de compartir platós.

Uno es Don Pedro García Cuartango y el otro Don Ignacio Cembreros. En ellos, en su forma de actuar, de proceder, de tratar los temas, de abordar los análisis, se mantiene aún viva la llama de un periodismo en vías de extinción. Son los portadores del periodismo real, culto, sosegado, humano, veraz, honrado. No les pidan que entren en ese juego infantil. A veces los observo cuando ocurre que alguien intenta abalanzarse sobre ellos y lanzarles el argumentario prefabricado que les llega desde el teléfono. Ellos respiran, dejan que hablen, los escuchan, pero no entran al trapo. Para algunos despistados podrá sonarles vintage, anticuado, pero no es así. Eso es el periodismo. A ver si cuando termine toda esta opereta somos capaces de volver a esa senda que ellos marcan. Una tranquila, pero que no titubea. En la que el periodismo cuestiona al poder y no al propio periodismo. Nos irá mejor.

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