Los amores de verano ya no se cuentan como antes, con abrazos, brisas y atardeceres. Ahora son como episodios cortos de una miniserie compartida en redes. Bloqueos, capturas de pantalla y reacciones: las emociones “de toda la vida” siguen presentes, pero con filtros geolocalizados e imágenes que remueven corazoncitos y mentes.
Quizás hayas sufrido ya (y sin saberlo) una patología digital como un ghosting o un stalkeo. Te recomiendo, por lo tanto, ser un alumno aplicado y leerte nuestro léxico esencial y completo.
Pero ¿de dónde viene esa ansia por trasladar a anglicismos todas nuestras penas y relaciones?
Un diccionario del amor fallido y otras situaciones
En cualquier rincón de nuestro querido mundo, el guion se repite cada verano. Millones de solteros salen dispuestos “a darlo todo” y a buscar unos sentimientos desgraciadamente, cada vez menos duraderos. En tan solo unas horas, puedes ser víctima de un love bombing (“eres lo mejor que me ha pasado”) o pasar a formar parte de un improbable banquillo de jugadores, sin opciones a entrar al terreno de juego. Ese benching consiste en dejarte esperanzas de que algún día, haya algo entre vosotros, pero puedes esperar sentado.
El catfishing tampoco se va de vacaciones. Gente se inventa perfiles de “vidas viajeras” o increíblemente extraordinarias, robando fotos ajenas para atraer sus miradas y engañar a la peña. También, y sin darte cuenta, te habrán stalkeado, habrás sido vigilada constantemente por alguna persona, cercana o desconocida, siguiendo todos tus movimientos en redes y en la vida.
Aunque nos parezcan inventos de la era Tinder, los anglicismos para definir comportamientos no son nada nuevo. Desde hace siglos el inglés se ha impuesto en ámbitos tan diversos como la gastronomía, medicina, política o los negocios.
Antes de hablar de enfermedades del corazón 3.0, ya nos habíamos acostumbrado a participar en eventos de networking, a sufrir mobbing o phubbing en plan “ninguneo”. Ese vocabulario ha salido de las salas de juntas para instalarse discretamente en las conversaciones más íntimas. En el amor, como en los negocios, hay una dosis de management en nuestras relaciones más personales que hay que manejar con destreza y cuidado.
Aquí incluso somos tan creativos que nos atrevemos hasta a mezclar idiomas en términos deportivos como el puenting, por ejemplo. De alguna forma, el amor es también un tipo de salto al vacío.
¿Por qué ponerle un nombre inglés a cada cosa?
En el pasado se inventaban nombres por un malentendido verbal entre autóctonos, marineros o exploradores. Así los franceses le pusieron nombre a Canadá o los ingleses nos dejaron palabras tan lindas como guachinche en Canarias o “al liquindoi” (“estar al loro”) en Andalucía. Hoy ese fenómeno mezcla digitalmente factores culturales, tecnológicos y de postureo de distintas generaciones.
La hegemonía social de las apps anglosajonas, así como su impacto en nuestro entorno social, moldean todo un diccionario que debe ser debidamente actualizado si no queremos parecer unos viejunos. La nueva jerga se engendra en millones de contenidos compartidos diariamente en Snapchat, TikTok o YouTube. Surgen los cringe, random o bro a cascoporro. Sin hablar de los podcasts que son una fuente inagotable de conversaciones virales y de términos definiendo personalidades y situaciones.
Es más cool decir que te han hecho un ghosting que reconocer que te han “pegado un esquinazo”. Parece curioso, pero no lo es tanto. Nos gusta sentirnos parte de una aldea global. Adoptamos esas palabras para estar en la misma sintonía cultural que el resto del planeta. Además, ponerles un nombre específico a las cosas nos da una sensación de control sobre ellas.
Si lo que me hizo sufrir tiene una definición o un vocablo usado por millones de humanos, me sentiré menos raro, menos desgraciado. En este contexto, el inglés nos permite crear un patrón colectivo que no requiere matices locales. Lo hace todo más divertido… ¡O lo convierte en drama!
Añadir risas y algo de drama
El otro día me decía un amigo que las relaciones fallidas eran una excusa para generar conversaciones trascendentales y dramáticas. Lo cierto es que estas etiquetas nos ayudan a reconocer patrones, reírnos de nuestras propias penurias y tener algo que contar luego en una tumbona. Si tu ex te ha hecho un zombieing, al menos podrás compartir algo relevante con las amigas, reírte un rato y tener la sensación de que “no duele tanto” ya.
Aunque el catálogo completo de adjetivos amorosos suene a manual de manipulación y acoso, todavía hay sentimientos que escapan a pantallas y mundos conectados. Cada vez más gente se borra del Instagram o prefiere no seguir a su pareja en redes, evitando así equivocaciones absurdas y tensiones.
Puede parecer extraño, pero aún no nos hemos adaptado muy bien a la tecnología y a cómo debemos comportarnos. Cada uno tiene su perspectiva y una forma diferente de verlo. No sabemos si estamos involucrados en una efímera situationship o en una relación de pareja en toda regla. En general, el problema no es la tecnología sino no hablar, o sencillamente no tener las cosas claras.
Afortunadamente hay historias de amor que no necesitan ser etiquetadas, ni requieren stories para ser contadas. Amores de verdad y a primera vista. Pero por lo que me cuentan mis amigas, son cada vez más raros y difíciles de encontrar.