Jane Goodall, la naturalista británica que transformó para siempre nuestra concepción de la vida animal y del lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza, ha fallecido a los 91 años. Su muerte, ocurrida en California por causas naturales, cierra un capítulo importante de la historia de la ciencia, pero abre la puerta a una leyenda que resuena desde la selva africana en la conciencia del mundo entero.
Nacida en Londres en 1934 y criada en un ambiente familiar matriarcal, Goodall mostró desde la infancia una curiosidad inusual por los seres vivos. A los cinco años permaneció horas oculta en un gallinero para observar el misterio del huevo. Esa anécdota infantil anticipa la paciencia, la atención al detalle y la capacidad de entrega que la definirían como científica. Inspirada por lecturas como Tarzán y Doctor Dolittle, soñó con África mucho antes de pisar su suelo. Ese sueño se materializó en 1957, cuando viajó a Kenia y conoció al antropólogo Louis Leakey, quien la alentó a estudiar a los chimpancés de Gombe, en Tanzania.
En 1960 comenzó una de las investigaciones más trascendentes de la biología moderna. Con apenas una libreta y un par de binoculares, se adentró en la espesura para convivir con los chimpancés, nuestros parientes más cercanos. Sus hallazgos derribaron muros conceptuales. Descubrió que fabricaban y usaban herramientas, que cazaban y consumían carne, y que eran capaces de emociones tan humanas como la ternura, la compasión, la violencia o el duelo. Al otorgar nombres a sus sujetos —David Graybeard, Flo, Gilka— en lugar de números, desafió las convenciones de una ciencia dominada por hombres que exigía distancia y objetividad absoluta. Con ello inauguró desde su perspectiva de mujer, un enfoque distinto, más humano y a la vez más profundo.

El reconocimiento llegó pronto. Sus observaciones publicadas en la revista Nature redefinieron el concepto de humanidad. Leakey lo expresó con claridad: “Debemos redefinir al hombre, redefinir la herramienta o aceptar a los chimpancés como humanos”. Aquella sentencia condensaba la revolución que ella había iniciado. Con su método, la primatología dejó de ser un campo rígido y comenzó a abrirse a interpretaciones más amplias sobre la conducta de los grandes simios.
La trayectoria de Goodall no estuvo exenta de momentos oscuros. En los años setenta documentó la llamada “guerra de los cuatro años”, cuando un grupo de chimpancés exterminó a otro clan vecino. Fue la primera vez que se registraba un conflicto organizado entre primates no humanos. El hallazgo derrumbó la imagen idílica de estos animales como criaturas pacíficas y mostró un espejo inquietante de nuestra propia naturaleza. Ella misma reconoció que este periodo cambió su visión del mundo porque los chimpancés, como los hombres, tenían una sombra de brutalidad.
Sin embargo, Goodall no se limitó a la observación. Su compromiso se convirtió en acción. En 1977 fundó el Jane Goodall Institute, dedicado a la conservación de los grandes simios y sus hábitats. A través de programas como Roots & Shoots o TACARE, vinculó a jóvenes y comunidades locales africanas en proyectos de desarrollo sostenible y educación ambiental. Para ella, proteger a los chimpancés implicaba también defender los bosques, los suelos y las culturas humanas que los compartían.
En su madurez se transformó en una embajadora global de la vida silvestre. Viajaba más de 300 días al año, hablando en escuelas, universidades y foros internacionales sobre la necesidad de combatir la deforestación y replantear nuestros hábitos de consumo. Sostenía que cada decisión cotidiana —qué comemos, qué vestimos, qué compramos— tiene consecuencias directas sobre el planeta. Esa convicción convirtió su voz en un llamado ético más allá de la ciencia.

Aunque su nombre suele vincularse sobre todo a los chimpancés, Goodall abrió el camino para otras investigadoras de los grandes simios, como Dian Fossey, dedicada a los gorilas, y Biruté Galdikas, experta en orangutanes. Las tres, conocidas como “los ángeles de Leakey”, representan una generación de mujeres que cambió la mirada científica hacia nuestros parientes evolutivos. Si bien Goodall no trabajó directamente con gorilas, su influencia en la primatología creó las condiciones para que se profundizará el estudio y la defensa de esta especie. Fossey, inspirada en su ejemplo, consagró su vida a protegerlos en Ruanda. Así, la huella de Goodall también se proyectó sobre los gorilas de montaña, contribuyendo indirectamente a su preservación.
Galardonada con la Medalla Hubbard de la National Geographic Society y con decenas de reconocimientos internacionales, nunca buscó el prestigio personal. En entrevistas reflexionaba con tono sereno sobre el futuro de la humanidad, advirtiendo que la crisis climática y la pérdida de biodiversidad amenazan nuestro destino común. No obstante, mantenía la esperanza en la capacidad transformadora de la acción individual.
Hoy, con su partida, África y el mundo despiden a una mujer que cruzó fronteras de género. Goodall amplió el conocimiento sobre los chimpancés y la noción de humanidad, recordándonos que no somos dueños del planeta, sino parte de una vasta comunidad de seres vivos. Su legado no es únicamente científico es una oda de respeto y de responsabilidad hacia otros habitantes del planeta. Su vida nos recuerda que comprender a los otros seres es, en el fondo, un modo de comprendernos a nosotros mismos.