un mes de la dana

Ruta por los pueblos fantasma del lodo

Artículo14 recorre un trayecto convertido en símbolo de las poblaciones golpeadas: el de los autobuses que han sustituido a los trenes fuera de servicio

Dana
Cepillos y palas con barro se amontonan en la localidad de Paiporta EFE/ Manuel Bruque

El atardecer en el invierno de Valencia tiene una calidez especial. Con las primeras horas de la tarde, el sol cae a través de los edificios mientras las personas vuelven a sus casas. La ciudad se llena de movimiento y, desde hace unas semanas, ese movimiento se ha visto colapsado por el tráfico derivado de la DANA. Multitud de personas llegaban a la capital cada mañana en tren hasta que las vías resultaron completamente destruidas. Ahora una oleada de autobuses sustituye este transporte. La estación Joaquín Sorolla se ha habilitado como punto de encuentro y parada de la lanzadera que Renfe ha facilitado a sus usuarios.

Los autobuses que parten de la estación Joaquín Sorolla hacia las zonas devastadas por la DANA se distinguen desde lejos, no solo por su recorrido, sino por lo que los envuelve: todo es polvo. El barro está en los cristales, en las ruedas, en la mirada cansada de los pasajeros que suben mentalizándose de a qué casa vuelven. Este barro seco parece haber invadido cada rincón de las poblaciones de la comarca l’Horta Sud y se aferra a todo lo que se aproxima. Incluso dentro del autobús, el polvo parece estar suspendido en el aire, como si no pudiera escapar de este nuevo paisaje y volver a donde pertenece. Los pasajeros, con la mirada fija, ya acostumbrados a este paradigma, parecen formar parte de la escenografía de un montaje caótico que se niega a detenerse.

La falsa normalidad

Cuando el sol empieza a desaparecer, las personas que regresan a sus hogares desde Valencia traen consigo el cansancio de un día de falsa normalidad tras la frontera que separa el discurso de ‘haberlo perdido todo’ al de ‘qué suerte hemos tenido’. El autobús recorre una vía infinita que atraviesa los municipios de l’Horta Nord: desde Benetússer hasta Silla. Esta zona se disipa borrosa, rara y ajena desde la impoluta Valencia. El primer tramo del camino que lleva a este recorrido está repleto de flores blancas que anuncian el fin del otoño. Estas flores no crecen más allá de esta frontera invisible.

Mientras el paisaje se despliega ante los ojos del viajero, la sensación es de estar cruzando de un mundo a otro. Como si el autobús fuera una cápsula del tiempo que va marcando el paso entre dos realidades: la de la ciudad que sigue su curso y la de los pueblos que siguen viviendo bajo un manto de polvo, sin negocios, con fachadas destrozadas y vivencias capaz de helar la sangre a cualquiera.

A medida que el autobús cruza el puente que conecta Valencia con La Torre, una de las pedanías más afectadas, la escena se tiñe de marrón. Los rostros de las personas entrañan una expresión facial indescriptible, solamente reconocible para quién la haya visto en primera persona. A su alrededor, el color de la devastación se adueña de todo como un cambio de decorado. A través del cristal se observa con un silencio abrumador a personas que siguen con las labores de limpieza, mangueras Karcher en mano, luchando por sacar el barro incrustado en los bajos.

Un aire post-pandémico

A la altura de Benetússer un grupo de niños regresa a casa. Corretean por la calle con sus mascarillas FP2 y se detienen ante el policía que les indica el tráfico. Los semáforos todavía no funcionan. Casi en Massanassa otra niña entra a casa con la mochila del colegio. Cruza una pared que parece una construcción recién levantada, una muralla improvisada de ladrillos que desentonan con el resto de la casa. En esta calle infinita que une las poblaciones hay descampados que parecen delimitar cada localidad. Solo que ahora están repletos de enseres a la espera de ser retirados y se conectan más, de forma que es difícil saber cuándo empieza y cuando acaba cada una. Todas las calles parecen una vía hacia el final del mundo en la que en cada parada las personas respiran antes de bajar.

Los coches siniestrados se alinean a lo largo de este paseo infinito de barro, testigos mudos de la tragedia. Las calles están llenas de estos vehículos abandonados, atrapados en grietas de lodo seco, como si la tierra misma los hubiera devorado. Entre todo este panorama, las personas caminan con mascarillas, cubiertas de barro, como si esa fuera la nueva normalidad, como si el polvo se hubiera instalado en su vida de tal forma que ya no se puede vivir sin él.

Algunos dicen que el ambiente tiene un aire post-pandémico, como si la DANA hubiera dejado la misma sensación que el COVID: la misma angustia, el mismo miedo, la misma incertidumbre. Pero hay una diferencia, esta vez el miedo al contagio no retiene a las personas en casa. En el autobús se comenta la necesidad de escapar que les mueve a ir a trabajar, si su empleo se encuentra en una zona no afectada. Aunque sea por unas horas desconectan de una realidad que se ha vuelto “insoportable”. La gente regresa al trabajo por desesperación, por la necesidad de separarse de la pesadilla y, tal vez, con la esperanza de encontrar alguna normalidad, aunque sea fugaz.

Un trayecto que es un símbolo

Cuando te aproximas a Catarroja los coches se amontonan en las rotondas, formando barreras de metal y plástico que se resisten a moverse. Las puertas de los negocios siguen cerradas, pero el ejército ha tomado las calles. Los vehículos militares, también cubiertos de barro, patrullan, limpiando, recogiendo lo que queda. Los soldados, con rostros impasibles, trabajan en silencio, ajenos a las miradas. A ambos lados se ven también vehículos de la UME y de los bomberos.

Hacia el final, mientras el autobús avanza y la noche cae, las luces iluminan la oscuridad y la tierra ya no brilla como el cemento que esconde. Cada parada, convertida en un pequeño rito, es una cuenta atrás hasta el final. La conductora, con la voz cansada, va contando cuántos asientos quedan libres, para que los que esperan sepan si pueden subirse o no. Poco a poco, el autobús lleva a todos de vuelta a un lugar al que pocos reconocen como hogar. Este trayecto se ha convertido en un símbolo de la realidad de las poblaciones golpeadas por la DANA. En cada kilómetro recorrido, en cada rostro observado, hay una historia. Y sin embargo, el tráfico sigue. No como antes, no igual, pero sigue.

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