Yamal, el niño marroquí que nada tenía de “peligroso”

La narrativa política y mediática sobre los menores marroquíes oscila entre la alarma y la criminalización. En ese clima, historias como la de Yamal quedan sepultadas bajo las etiquetas

Yamal se hizo mayor demasiado pronto. Su infancia quedó marcada por una familia rota y un padre que, según él, siempre se dedicó al tráfico de drogas. “Mi padre vendía cocaína y creó muchos problemas en casa. Mi madre lo echó”, cuenta, aclarando que para él aquello es “haram”, lo prohibido por el islam, y que “nunca se dedicaría a ello”. Cree que su padre vive ahora en España, aunque no sabe dónde.

Hoy, con 16 años, lleva un año y medio en el centro de acogida La Esperanza, en Ceuta, un recurso pensado para 80 plazas —ampliado a 100— que sobrevive desde hace meses en saturación crónica. Lo encontramos una mañana frente a la verja de uno de los albergues de emergencia abiertos en el polígono del Tarajal tras el repunte de llegadas en 2024. Vestía una camiseta con más agujeros que tela y buscaba a un amigo que pensaba que estaba alojado dentro. El vigilante, tras una breve conversación, le negó la entrada: sin permiso no podía pasar. Yamal se encogió de hombros, dio una última calada a una colilla y se alejó despacio, con la mirada fija en el asfalto.

A pesar de la espera y de no saber cuándo llegará su traslado, habla un español casi perfecto. Lo aprendió rápido gracias a las clases vespertinas del IES Abyla, un instituto de secundaria que desde 2021 imparte aulas de primera acogida para menores no acompañados. “Doy clases allí, ¿lo conoces?”, dice con una sonrisa que por un instante le devuelve el gesto de un niño. En los pasillos estrechos y dormitorios compartidos de La Esperanza convive con otros chicos que, como él, cruzaron el mar a nado con un cuerpo frágil y una adolescencia interrumpida. Para Yamal, los días se miden en meses y en fechas prometidas que no llegan, mientras intenta aprender, adaptarse y construir un futuro lejos del destino que marcó a su padre, una persona que para el niño no es referente, sino que le crea ansiedad porque no quiere tropezar con él por miedo a la venganza contra su madre.

En Instagram se presenta como Yamal “El Peligroso”, un apodo que usa con ironía. De peligroso, en realidad, no tiene nada. Llegó a Ceuta con 14 años, tras lanzarse al mar en una noche fría, con corrientes fuertes y niebla, armado solo con unas aletas y la promesa de no volver atrás. Nadó durante horas hasta alcanzar la playa ceutí, exhausto pero vivo, convencido de que había dado el primer paso hacia un futuro distinto.

En Marruecos, las estadísticas oficiales hablan de progreso: la pobreza multidimensional pasó del 11,9 % en 2014 al 6,8 % en 2024, lo que aún supone que unos dos millones y medio de personas viven en privación. Pero detrás de las cifras, la realidad apenas cambia para quienes crecen en el norte del país. En las provincias cercanas a Ceuta y Melilla, la pobreza golpea con más fuerza: escuelas con recursos limitados, atención sanitaria insuficiente y un mercado laboral incapaz de absorber a los jóvenes que alcanzan la mayoría de edad.

A esa precariedad se sumó un golpe decisivo: el cierre de la frontera durante la pandemia y el fin del llamado “comercio atípico”, que durante décadas fue el sustento de miles de familias. Más de 5.000 personas cruzaban a diario a Ceuta cargando sobre la espalda fardos procedentes del polígono del Tarajal, alimentando un mercado paralelo tolerado por Marruecos pese a considerarlo oficialmente contrabando. El cierre arrebató el único ingreso a muchas familias del norte y provocó un “efecto llamada” que llevó a otras a emigrar a la zona con la esperanza de integrarse en esa cadena de supervivencia. Entre ellas estaban las porteadoras, mujeres que, entre la miseria y la vulnerabilidad, quedaban relegadas al estrato más bajo de la sociedad marroquí.

Muchos niños nacieron y crecieron en ese tránsito diario entre la aduana y el polígono, acompañando a sus padres en jornadas agotadoras. Marruecos justificó la clausura por el daño que —aseguraba— causaba a sus arcas, aunque durante años miró hacia otro lado y permitió que algunos de sus funcionarios aduaneros se beneficiaran de ese tráfico, valiéndose del esfuerzo de estas personas para pasar mercancías.

Las críticas hacia las familias de los menores migrantes son recurrentes y, con frecuencia, se centran en las madres. Desde la comodidad del otro lado de la frontera, muchos las acusan de “no cuidar” a sus hijos o de permitir que adolescentes crucen solos el mar. Sin embargo, en los márgenes de la pobreza extrema, las decisiones no se miden igual. A veces, como en el caso de Yamal, es la propia madre quien, ante la ausencia total de perspectivas y recursos, alienta a su hijo a buscar fuera lo que en casa no existe. No es abandono, sino una apuesta desesperada: confiar en que, lejos, su hijo tenga una oportunidad que la tierra que lo vio nacer le niega cada día.

El fenómeno de los menores que cruzan solos hacia Ceuta responde a un entramado de factores que se retroalimentan. A la pobreza estructural se suma un sistema educativo y laboral incapaz de absorber a la juventud, lo que empuja a muchos adolescentes a buscar alternativas más allá del Estrecho. Las redes sociales y los relatos de quienes han llegado a Europa alimentan la idea de que el otro lado del mar es la vía de escape. En ese contexto, la migración de un hijo puede convertirse, para algunas familias, en una estrategia de supervivencia: un riesgo asumido con la esperanza de que un futuro incierto sea mejor que un presente sin salida.

La presión social y las redes informales tejidas en torno a los flujos migratorios refuerzan este patrón. En las comunidades del norte de Marruecos, cuando un joven consigue llegar a Europa y enviar dinero a su familia, su historia corre de boca en boca y alimenta la idea de que el viaje es posible y necesario. A ello se suma la existencia de contactos que comparten información sobre rutas, puntos de acceso y apoyo logístico. Estos vínculos no oficiales, lejos de disuadir, actúan como motor que impulsa a otros adolescentes a seguir el mismo camino. Cuando un joven logra establecerse en Europa y enviar dinero a su familia, su historia se convierte en ejemplo y motor para otros. En este escenario, Ceuta deja de ser solo una frontera física para transformarse en un umbral simbólico: la puerta de entrada a un imaginario colectivo donde el sacrificio personal y el riesgo se justifican por la promesa —a menudo frágil— de una vida mejor.

Ceuta acoge hoy a casi 500 menores no acompañados en un sistema con capacidad para apenas 132 plazas. La presión migratoria ha llevado al Gobierno central a aprobar un plan extraordinario para reubicar a 4.400 menores desde Ceuta y Canarias, aunque varias comunidades autónomas lo han recurrido ante el Tribunal Constitucional. En medio de este pulso político, Yamal sigue esperando sin saber si su nombre estará en las listas de los próximos traslados.

Mientras tanto, la narrativa política y mediática sobre los menores marroquíes oscila entre la alarma y la criminalización, asociando su presencia con problemas de seguridad. En ese clima, historias como la de Yamal —un adolescente que sobrevive con lo puesto, que nada tenía de “peligroso” más allá de su apodo— quedan sepultadas bajo etiquetas que no cuentan quiénes son realmente ni de qué huyen.

Ceuta no puede encargarse sola de tantos niños y niñas. Por eso, la ciudad confía en que, tras la entrada en vigor del decreto de derivación forzosa que las comunidades autónomas tienen la obligación de cumplir, pueda aliviar la presión y seguir ofreciendo futuro a quienes la habitan. Un futuro que, en algunos casos, se escribe con las historias de chicos como Yamal, que salieron del mar para quedarse en esta tierra donde la acogida forma parte de su identidad. Ese espíritu está inscrito en las palabras de su himno, como un compromiso que va mucho más lejos del lenguaje político, a veces obsceno y de falta de humanidad.

“Ceuta, mi ciudad querida,
la siempre noble y leal;
cuantos a tus playas llegan
encuentran aquí su hogar.”

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