Opinión

Lectura fácil en tiempos difíciles

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Durante décadas el analfabetismo femenino ha sido un asunto de vergüenza privada y de silencio público. Las mujeres que no sabían leer aprendieron a disimularlo con una intuición feroz: firmaban con una cruz, asentían en silencio, confiaban ciegamente en otros para leer los prospectos, las cartas del banco o los horarios de los autobuses. ¿Puede leerme esto, que sin gafas no veo bien…? Para muchas el analfabetismo no era sólo la ausencia de palabras, sino la presencia constante de la humillación. No saber leer implicaba que perdían parte del derecho a comprender, y por tanto, no se les concedía el derecho a decidir. Resultaba más sencillo que obedecieran, ya que no sabían nada.

Cuando surgió el concepto de lectura fácil —textos adaptados para personas con dificultades de comprensión lectora, ya sea por discapacidad intelectual, envejecimiento, bajo nivel educativo o escasa alfabetización—, algunos lo celebraron como una herramienta liberadora. Otros, como siempre ocurre, lo despreciaron como una condescendencia, como una forma de infantilizar aún más a quienes ya han sido tratados como menores de edad toda su vida. ¿Para qué sirve leer, si no puedes leer como se espera que leas? ¿Qué sentido tiene un texto adaptado si no se lee con la ortografía correcta, las subordinadas en su sitio, y las comas bien colocadas? Sin embargo, se pide que los clásicos se endulcen y se adapten para niños y jóvenes, los libros de moda se convierten en versiones audiovisuales que poco tienen que ver con el texto original sin que nadie lo considere (quizás deberíamos pensarlo) como una incitación a que reduzcamos nuestra inteligencia y aligeremos nuestra compresión.

libro

Las mujeres han estado especialmente expuestas a este tipo de exclusión: aquellas que abandonaron los estudios para criar a otros, las migrantes que llegaron sin papeles y sin idioma, las que crecieron en entornos rurales o marginales donde las letras eran un lujo y la supervivencia una prioridad. Muchas de ellas han peleado con uñas y dientes por lo básico: por entender una notificación judicial, un informe médico, una multa. El lenguaje administrativo, siempre con la promesa de convertirse en más inteligible, y siempre inabordable. Y no solo eso: también han escuchado, con la boca cerrada y la mirada baja, que “ya es tarde”, “no merece la pena” o “total, para lo que vas a hacer con eso”.

Y sin embargo, leer es un gesto de soberanía. Como lo es conducir. Pocos documentos conceden tanta independencia como el carnet de conducir: supone que una mujer pueda desplazarse ir sola, que decida cuándo y por dónde, que no dependa de un padre, un hermano, un hijo que las lleve o las recoja. Supone hacerse cargo de un espacio, aunque sea diminuto, y de una posesión. Fue el primer paso hacia la vida adulta que muchas mujeres eligieron al cumplir los dieciocho años; pero incluso eso se les ha negado o dificultado a muchas mujeres, ya sea por pobreza, miedo, analfabetismo funcional o presión cultural. Conducía el marido. Sigue conduciendo el hijo. Mujer tenías que ser. Es peligroso, no sabes, con el coche grande no. Ese rito de paso hacia la libertad, por mucho que estuviera permitido, no llegó a todas por igual. Sigue sin hacerlo.

Hace unas semanas, en León, se encendió la polémica por la reserva de plazas de aparcamiento específicas para mujeres. La medida, muy recomendada por los expertos en urbanismo social y muy solicitada por las propias mujeres, aumenta su seguridad —especialmente para aquellas que van con niños o sufren de movilidad reducida—, y ha sido recibida con una mezcla previsible de burlas, indignación y ataques disfrazados de igualdad. Eso es sexista, las mujeres no necesitan un trato especial. Dado que las mujeres no importan, en realidad, sino que lo que se encuentra en debate es su comportamiento y el control sobre él, cuando se propone una medida concreta para hacerles la vida más fácil, más segura o más libre, siempre aparece un codazo lateral, una risa por lo bajo, un comentario sarcástico en redes: ¿Y luego qué, carriles para que conduzcan por separado?

Mercadillo de Libros Solidarios en Churriana, Málaga.

El problema no es el aparcamiento, aunque cualquier mujer que haya recorrido un aparcamiento vacío, con miedo en el cuerpo, sabe bien de qué estamos hablando. El problema es que cada centímetro de autonomía ganado por una mujer se recibe como un agravio para alguien más. Si se les reserva una plaza. Si se les adapta un texto. Si se les da una oportunidad de aprender a los cincuenta. Mi abuela ya conducía, quien mandaba en casa era mi madre, mi tía fue maestra y vaya si sabía leer. En cada paso que se da hay que esquivar no sólo el obstáculo visible, sino el comentario despectivo, la condescendencia, la violencia simbólica.

Las mujeres que acceden a la lectura fácil no son menos inteligentes: se enfrentan a lo que durante años se les negó o les pareció imposible. Leer mejor, o al menos, algo, pese a las dificultades que conlleva no es un fracaso, sino una victoria contra el abandono. Sacarse el carnet tras criar a dos hijos y hacer turnos de noche no es un privilegio, sino la manera de convertirse en sujeto y no en carga. Una plaza segura o accesible no es una ventaja sino, muchas veces, la única manera de llegar a tiempo al colegio con el niño a cuestas.

Lectura fácil, decimos, y ese término representa algo más que entender un texto. Las palabras, los espacios y las rutas no están reservadas solo para quien aprendió sin obstáculos. La mujer que accede tarde a lo que otros dan por sentado no está pidiendo privilegios: solo reclama equidad.

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