En el imaginario colectivo, la denuncia suele percibirse como el punto de inflexión que separa la violencia del comienzo de la protección. Sin embargo, para quienes trabajan cada día con víctimas de violencia de género, la realidad es mucho más compleja. La denuncia no es el inicio del proceso: es, en muchos casos, la culminación de años de sufrimiento silencioso, una decisión que llega tras superar barreras emocionales, económicas y sociales profundamente arraigadas.
José Antonio García, psicólogo especializado en violencia de género, insiste en que es imposible entender el sistema de protección si no se comprende que el proceso empieza mucho antes. Especialmente entre mujeres mayores o en entornos rurales, donde la presión comunitaria y el aislamiento hacen que pedir ayuda se demore durante años. “Hay mujeres que acumulan décadas de violencia antes de poder denunciar”, explica. Y ese contexto previo condiciona todo lo que viene después.

Cuando una mujer finalmente se acerca a una comisaría, no lo hace desde la calma. Llega desde la degradación emocional, desde un miedo paralizante. Romper el vínculo con el agresor no significa únicamente dejar atrás a la persona: implica derribar una disonancia cognitiva construida durante años. Él me quiere, pero me hace daño. Él me insulta, pero yo tengo la culpa. Él me controla, pero quizá estoy exagerando. Acompañar a una víctima a deshacer ese nudo es un proceso largo y doloroso que no siempre se hace visible.
Una vez interpuesta la denuncia, se activa el sistema policial de valoración del riesgo, un protocolo que clasifica la situación en niveles que van desde riesgo inapreciable hasta extremo. Para García, este procedimiento es necesario pero insuficiente. “Tenemos valoraciones policiales que detectan factores objetivos como la tenencia de armas o el consumo de drogas, pero no se incluyen dimensiones psicológicas y sociales que también determinan el riesgo real”, explica. La historia de violencia previa, la falta de apoyo social o la dependencia emocional son variables que pueden convertir a una mujer en especialmente vulnerable a volver con su agresor o a sufrir un nuevo episodio violento.

Mientras los protocolos se ponen en marcha, la víctima se enfrenta a una segunda dificultad que pocas veces se señala: la victimización secundaria. Muchas mujeres deben repetir su historia una y otra vez ante policías, sanitarios, abogados y jueces. A menudo sienten que su relato es cuestionado, minimizado o juzgado. Los procedimientos se vuelven fríos, impersonales. En las grandes ciudades puede haber personal especializado, pero en municipios pequeños, quien atiende un robo o un accidente es la misma persona que recibe la denuncia por violencia de género. “El trato humano no es un complemento. Es esencial para evitar que revivan el trauma”, subraya García.
A esto se suma la transformación radical que la denuncia conlleva en la vida cotidiana. Para muchas mujeres, denunciar significa abandonar el hogar de forma inmediata, acudir a casas de acogida o enfrentarse a procesos judiciales que decidirán desde la custodia de los hijos hasta el acceso a la vivienda. Andalucía, por ejemplo, atiende cada año a alrededor de dos mil mujeres, menores y personas dependientes en su red de acogida. “No todas pueden seguir en su casa. Algunas deben huir”, recuerda el psicólogo.
Y cuando el primer impulso emocional tras denunciar se desvanece, llega la caída. La incertidumbre se convierte en un enemigo silencioso. Las víctimas temen por la seguridad de sus hijos, por su estabilidad económica y por el temor a que el agresor vuelva a acercarse. Muchas han sufrido violencia económica y no cuentan con recursos propios. Sin una red de apoyo sólida, algunas llegan incluso a plantearse abandonar el proceso.
El itinerario judicial tampoco contribuye a aliviar esa tensión. Desde la valoración de riesgo puede solicitarse una orden de protección que incluya medidas penales como la prohibición de acercarse, y medidas civiles, como la custodia provisional. Pero cuando no se acuerdan medidas de alejamiento, la sensación de desprotección se dispara. Y hay otro actor del que apenas se habla: el agresor que no entra en prisión ni accede a programas de reeducación. “Quitamos el foco de ellos. Pasan por un proceso y asumimos que ya están reinsertados, pero la reinserción real implica cambios profundos, no un simple trámite”, denuncia García. Sin un seguimiento adecuado, el riesgo de reincidencia o de establecer nuevas relaciones en las que se repita la violencia se mantiene intacto.

La atención psicológica, por su parte, es un pilar que, según los profesionales, todavía no está suficientemente garantizado. Aunque existen centros municipales de atención a la mujer, la presencia de psicólogas no es obligatoria. Esto significa que hay territorios donde una víctima no puede acceder a terapia gratuita, pese a que su salud mental ha sido devastada por años de abuso. La Organización Mundial de la Salud incluye en su catálogo el Trastorno de Estrés Postraumático Complejo, frecuente en mujeres sometidas a violencia prolongada. Recuperarse no es consolarse: es reconstruir la identidad, la autoestima, la sexualidad, la capacidad de confiar. Y también trabajar con los hijos e hijas que han crecido en un ambiente de miedo.
Denunciar no es el final del proceso: es el inicio de una vida completamente nueva, llena de interrogantes y desafíos. El sistema de protección avanza, pero sigue enfrentándose a lagunas estructurales que dejan a muchas mujeres en un limbo emocional, jurídico y social. “Hay que acompañarlas antes, durante y después”, concluye García. Solo así la denuncia será algo más que un papel: será realmente una salida.
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