Una pequeña tienda de dispositivos electrónicos de La Latina está a punto de hacer el agosto vendiendo un producto que, hasta este lunes, buena parte de los madrileños consideraban totalmente desfasado. En menos de cinco minutos, cuatro personas irrumpen en el negocio para adquirir un transistor, la única ventana a la información desde que se fue la luz.
Les piden 15 euros, algunos regatean. Apenas llevan efectivo, los cajeros automáticos no funcionan y el precio se les antoja abusivo. Hay quienes lo acaban pagando. A partir de las 12.30 horas, cuando se produjo el apagón, las calles se convirtieron en un hervidero de personas que permanecían paradas contemplando sus móviles inertes. De la noche de los transistores -el 23F.-, pasaron a la mañana de los transistores, por motivos bien distintos.

Unos se asomaban a los vehículos que todavía circulaban, pidiéndoles que pusieran la radio. Otros intercambiaban primeras impresiones. Y un tercer grupo abandonaba, poco a poco, el vagón de metro en el que habían permanecido a oscuras. No sabían que aún deberían aguantar varias horas sin electricidad.
La mujer que esperaba una bombona de oxígeno no sabía si llegaría a tiempo. El 112 estaba saturado, las autoridades recomendaban no llamar a emergencias salvo en los casos más graves. Como también pedían no circular en una ciudad sin semáforos. El oxígeno llegó, en su caso. Como también llegó el caos al volante.

A pocos metros de allí, un conductor intentaba levantar la barrera de un garaje para intentar salir con su coche. Empleados de un supermercado contemplaban, desde fuera, los pasillos en penumbra. Pasaba en Madrid, pero Sara vivía lo mismo sentada con sus compañeros, a las puertas del negocio en el que trabajan en Calatayud.
María, nombre ficticio, tuvo la tentación inicial de acudir al colegio de su hija para recogerla. No lo hizo. Ni siquiera podía comunicarse con el centro. En Zaragoza, una profesora cuenta que muchos padres decidieron no volver a llevar a clase a sus pequeños tras el almuerzo.

Los que osaron circular tuvieron que afrontar un tráfico imposible. Cruzar una pequeña parte de Madrid, desde Nuevos Ministerios hasta Argüelles, llevó a Álvaro y Javier algo más de hora y media. En Castilla y León, Laura narra cómo algunos de sus compañeros, farmacéuticos en un hospital, tuvieron que subir carros de medicación a pulso, desde un sótano hasta un sexto piso.
Los ascensores funcionaban, pero no convenía secar las reservas de los generadores que operaban en todos los centros hospitalarios. Varios centros hospitalarios cancelaron las cirugías no urgentes. Por más que el Ministerio de Sanidad llamara a la calma, convenía racionar las reservas. El Palacio que alberga el hemiciclo del Congreso de los Diputados permanecía casi a oscuras.
La odisea de Miriam por 500 metros de vías en Atocha
Miriam -nombre ficticio- ha medido cuidadosamente la distancia que separa el apeadero del que se bajó en el tren del que viajaba (un Iryo que salió de Barcelona), y la primera salida a la calle, aún a 2 kilómetros de la estación de Atocha.
Su pulsera de actividad recoge más de 12.000 pasos en la jornada, aunque sólo fueron 500 los metros que tuvo que recorrer por las vías, maleta en mano. Después tendría que llegar a Atocha, tras abandonar el vagón de un tren atestado de viajeros desesperados. Buena parte de ellos, personas mayores, tenían que permanecer encerrados, sin aire acondicionado y sin poder abrir siquiera las puertas de los baños.
En su peregrinación le acompañaron personas con muletas y maletones. Ha acudido a un hotel de confianza para que le dejen pasar la noche. Ni las tarjetas ni los cajeros automáticos funcionaban. No había bizums, internet, televisión. Tantos años después, los transistores seguían siendo un valor seguro al que aferrarse.